Despedida

Que no me importaba el café, que no me interesaba, me digo ahora tratando de no entrar en discusiones con ese yo interno que cuando no estoy de acuerdo con él me desafía; que a mí no me gustaba tanto, que no era necesario en mi vida, que no era un hábito, menos aún un vicio.

Algo va de lo que recuerdo a lo que digo que estoy recordando; lo cierto es que desde que era muy niña ya el café había comenzado a tener importancia para mí. Era la otra piel de mi padre y de mi abuela. A las 5 de la mañana ya la casa estaba inundada con ese olor que es imposible borrar del olfato. No hace falta tener una nariz especial, predestinada a captar ese tipo de aromas. Cualquiera sabe a qué huele una taza de café recién preparado. El caso de mi madre era diferente. Ella no lo tomaba puro, no le daba tanta importancia a esa bebida, solo vaciaba un “tris” de café sobre la leche. No creo que mi madre hubiera sido la ruta por la que yo heredé lo que primero fue una afición y luego, con el tiempo, se fue convirtiendo en una adicción.

De niña gozaba robándole un par de cucharaditas a la taza de mi abuela. Ella sabía que yo lo hacía, pero prefería no mirar, así ni me lo prohibía ni me daba su consentimiento. No logro precisar si el sabor amargo, poco usual entre los niños de mi edad, me resultaba agradable o si era solo una manía que quizás me hacía pensar que ya era adulta.

En la universidad el café se convirtió en otra cosa. Allí fue donde la afición comenzó a migrar hacia la adicción. La cafetería de la facultad era un sitio de encuentro entre cigarrillos y tintos; en la cafetería nos dejábamos ser entre el chismorreo y los humos: el del cigarrillo y el del café. Por esa época la adicción se hizo más fuerte. Lo necesitaba para mantenerme activa al levantarme, para después del almuerzo, para permanecer despierta en la madrugada; lo entretejí con ciertos instantes de mi vida. Para todo era importante tenerlo a mano, tanto así que con una taza entraba a clase al tiempo que otros no se desprendían de sus cigarrillos. Más adelante hice de él un hábito con horario, cada dos horas, sin falta, me animaba a buscar uno.

No disminuí la ingesta en la “dulce espera” parecía como si su amarguito le fuera muy bien a tanto dulce. Llegaron los hijos, proliferaron las reuniones sociales en las que nunca fue mal recibido; poco a poco comencé a sentir el “cafesito” como un miembro más de la familia. Seguramente muchos años antes de esa época ya se consideraba el café como el responsable de algunos problemas de salud; seguramente era así, pero prefiero no recordarlo. Así que, entre lo que sabía que era una adicción (aunque me mintiera) y el placer de la compañía de amigos con un café, seguí engañándome hasta que llegó el día en que mi médico de cabecera conceptuó que los síntomas que estaba presentando podrían ser ocasionados por el consumo de cafeína.

Comenzó mi vía crucis, no debía desprenderme del café poco a poco, debía terminar mi relación con él de una vez por todas. No valdría ni que disminuyera la concentración ni el número de tomas al día. Debía suspenderlo. Busqué culpables sin rasgarme las vestiduras. ¿Habría sido por vía de mi padre que había heredado el placer o era un vicio social adquirido? A la fecha no he descubierto al causante del disfrute, al responsable del inmenso placer que siento al degustarlo. Traté de embaucarme con la idea de que lo consumía para relajarme, disminuir el stress, sentir compañía. Cualquier día me descubrí organizando un pequeño termo para ingerirlo incluso en el transporte, para evitar el desasosiego de un largo trecho sin él.  Recordé que alguna vez de paso por el cono sur cuestioné la existencia de máquinas dispensadoras de agua caliente para la yerba mate como si en nuestro país no hubiera máquinas dispensadoras de café; sin percatarme de que yo misma me había convertido en una de ellas. Ese día tuve que aceptar que vivía en un círculo vicioso, entre más café tomaba más café deseaba. Mi cuerpo se había hecho uno con él, lo necesitaba para estar activa.

Empecé entonces por disminuirlo. El olor de la cafetera en las mañanas me produjo, por algunos días, una sensación de pérdida: se me escapaba algo que había sido muy querido por mí. Confieso que jamás he llegado al extremo de los fumadores que recolectan colillas apagadas. Juro que jamás he revisado si en los pocillos que permanecen en las mesas ha quedado rezagado algún sorbo, por lo menos eso creo. Por ahora he vuelto a la pequeña cuchara, como en la época de mi abuela, para hurtar dos cucharaditas de la taza de quien vaya a beber un tinto frente a mí; me he descubierto siguiendo el rastro de los aromas en algunos sitios públicos, intentando satisfacer la necesidad a través del olfato. Pobre solución, ser un barista solamente olfativo; sin embargo, con el tiempo el sentimiento se ha ido aunando al convencimiento de que, desaparecidos algunos síntomas con la disminución del café, lo mejor será que me tome una última taza y me persuada de que es inminente despedir ese placer de manera definitiva.