Mi piel sin tu piel

¿Cómo vivirá mi piel sin tu piel? ¿Cómo leerá, en el abrazo de otro, aquello que leía en tu dermis cuando vivía bajo tu conjuro? ¿Cómo descifrará el nuevo idioma con el que le hablará esa otra piel? No lo entenderá. Lo sé. Como tampoco lo comprenderá mi carne que únicamente escuchará un murmullo.

¿Cómo será el silencio del “ya no estás”, cómo será el rumor de un eco sin sonido? ¿Cómo será dormirme en otro espacio que tendré que inventarme porque aún no puedo construirlo? No habrá a quién decir: se fue la noche. Esa noche que es la misma antes y después del lenguaje que creé contigo, la que ya no pronuncia por nosotros, la que silente no me  envuelve con su brillo.

Atesoraré tu esencia sobre la almohada, te inmortalizaré en otros seres, ¡qué herejía! Se desangrará mi piel en cada tarde, mientras la nostalgia encubrirá tu huida. Me conformaré con lo que fue, no hay más. Me perderé en los giros del destino, sobreviviendo al dolor que esto me cause: recorriendo de manera clandestina tu cuerpo… tu cuerpo que ya es un delirio.

Inmortalidad

Ya no vive nadie en ella
a la orilla del camino silenciosa está la casa
se diría que sus puertas se cerraron para siempre 
se cerraron para siempre sus ventanas […]
Jorge Molina Cano, “Las acacias”

Desde la adolescencia, cuando creí que era inmortal, hasta hoy, cuando ratifico que no lo soy, la falta, la inexistencia, los 365 días de ausencia, pendida aún del cada vez más delgado hilo en que se convierte un cordón umbilical, me recuerdan que la inmortalidad tiene dos orillas: la suya y la mía. Yo no soy inmortal, pero usted, sin proponérselo, se perpetuó con el paso del tiempo.


Tuve unos minutos para pensarlo, jugué con el llavero entre mis dedos, dudé sobre si realmente deseaba encontrar la llave. Me dije que no quería, pero no había opción, en este caso no. Así que tomé la llave, abrí la puerta, empujé la nada. Pensé que nada había dentro de la casa. Creí que venía a despedirme de las paredes porque de usted me había despedido un año atrás. Sabía que sería la última vez que entraría a la casa. Venía a cerrarla para siempre.


Muros blancos, con usted se fueron los retratos de sus seres queridos. Ventanas que hoy son solo vidrios y no su forma de conectarse con el mundo. Balcón sin plantas. Aún las cortinas, no hay muebles, no hay más nada. Una casa huérfana de gente. Yo, huérfana de usted. Una casa que se desocupa poco a poco, donde el sabor humano de otros tiempos se fue junto con los fantasmas de los seres amados. La casa de los afectos está cada vez más lejos.


Abrí la puerta, sí; y como en uno de sus poemas favoritos: «yo misma en cierta ocasión de esta escena fui testigo», antes de dar el paso para entrar me envolvió su olor, ese signo de intimidad que solo usted y yo conocemos. La veo parada en la puerta esperando el encuentro, escucho el ruido del bastón al caer sobre el piso, ¡Qué raro! me digo, ¿o lo extraño es que el bastón se mantuviera en su mano? Hubiera querido heredar su dulcísima paciencia. Luego silencio. Mutismo total, como el silencio que fue su compañía por tantos años; sin embargo, en este lugar donde la memoria y la imaginación van de la mano, una de las dos juega conmigo, no sé si es un recuerdo o es una imagen fabricada pero hoy suena música en alguna parte, se escuchan las ollas en la cocina, en el siempre adelantado reloj de pared suenan once campanadas, aunque en el mío todavía falten diez minutos. Huele a salsa de pomodoro. Usted y yo sabemos que es domingo, siempre será domingo. Grité su nombre mil veces, esperando que el eco la perpetuara aun cuando, con el paso del tiempo, yo tampoco estuviera para nombrarla. Quise impedir que se cumpla aquello sobre lo cual se habla tantas veces: que uno se muere en dos oportunidades: una cuando el cuerpo deja de existir y otra, cuando dejan de nombrarnos.


¡Qué noche más larga!, 365 noches fundidas en una sola, vaciadas en una noche interminable. Da lo mismo contarlas por separado que sentir esa eternidad en una sola. Duele mirar atrás. No olvido que debo recordarla, me lo repito a diario, fácil es para quienes estamos del otro lado de su frontera. Nosotros no tenemos que esperar que vuelva, usted no se ha ido, me digo, no tenemos que temer que el olvido arrope de forma inclemente su recuerdo ni tenemos que buscar cómo eternizarla. Todos sabemos que usted… usted sí que es inmortal.

 

Para después: el silencio

Y si después de la debacle no hubiera un sitio en donde encontrarte en nuestra casa.
Y si al final, cuando ya no se vea tu sombra proyectada en los andenes, no hubiera una voz que me reclame.
Y si al caer la tarde, cuando cansada de no ser, no pudiera sentarme en tus rodillas.
Y si hubieran volado todos los pájaros y el gorjeo fuera un silencio de plumas esparcidas.
Y si las plantas, sedientas de una mano que viniera a rascar sus raíces, reclamaran, como yo, tu presencia en los rincones.

Y si…

Me iría sin pensar a las esquinas, donde estará tu olor prendido a las paredes y haría un simulacro con fantasmas así fuera tu figura una mentira. 
Te rescataría, a dentelladas, del olvido que querrá usurparme tu recuerdo.
Asediaría tu voz en el silencio, en el mutismo que ayer te cautivaba. 
Haría una fiesta con tu guitarra, que a pesar de que hoy no suena, tiene un par de cuerdas que aún no se oxidan y tallaría con lágrimas la madera donde ayer tallaste con amor la vida.

Y si después de la debacle no hubiera un sitio en donde encontrarte en nuestra casa… segura estoy de que en el silencio te hallaría.
En silencio: sin tus manos, sin tus ojos, sin tu risa, sin tu piel, con mis ojos cerrados, con mi voz entrecortada, en las historias creadas, en el tiempo vivido, tendría tu eterna compañía.