No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
Miguel Hernández, “Elegía a Ramón Sijé”
Hoy encontré, en un álbum de viejas fotografías, aquella imagen tuya en blanco y negro, esa que en su reverso tiene solo una estampilla y una fecha: agosto de 1930. Nada más: ni un nombre, ni una ciudad, ni una dedicatoria. De inmediato me propongo fabricar tu recuerdo sin mucha ayuda de la memoria. Atrapar tu figura, hacerla mía; aventurarme a hacer de ti una historia remendada con los trocitos de lo que alguna vez escuché. En desorden, sin afanes, sin que importe que el tiempo se detuvo para ti, mientras a mí me devora la impaciencia cuando al escuchar el tic y el tac descubro que tu imagen no se concreta, que no logro que proyectes tu propia sombra para que puedas convertirte en mi verdad.
Miro tus ojos, ¿de qué color serían? Creo que alguien mencionó que eran verde aceituna, o quizás sería yo, en mi afán de construirte, quien te los dibujó de ese tono. Tus ojos miran de frente y me da miedo la inmensidad del universo que nos separa. Hay tanta melancolía en tus ojos como nostalgia en mí.
¡Detrás de tu frente, coronada por ese cabello negro azabache, escondiste tantos pensamientos! No sé dónde quedó el otro extremo del cordón que nos ata como familia, tus raíces quedaron sepultadas en el lugar del que huiste. ¿Hablabas de la vida que dejaste en Italia luego de que las trincheras se llenaran de humo y detrás del humo desaparecieran los nombres conocidos? ¿Quisiste volver a dónde habías partido? Volver a esa playa en donde, según contaba mi abuela, se quedó sentada una anciana mujer ataviada con un pañuelo en la cabeza, vestida de negro, haciendo un duelo prematuro desde antes de que levantaras velas.
Tu voz. A veces fantaseo con su sonido. Sor Octavia repetía, tantas veces, que tu canto rebasó distancias, penetró mil oídos, colmó capillas y fue codiciado por otros seminaristas; la muerte raptó tu voz haciendo imposible que yo hubiera escuchado en alguna ocasión tu “Ave María”. Tus vocablos se deshacen en pedacitos, en sílabas que desaparecen sin que pueda llegar a comprenderlas. ¿Cómo se moverían tus labios en aquella boca que, detrás de un cerrojo, jamás dejó escapar un susurro para mí? Me ilusiono esperando que arda en el viento tu historia nunca contada. Necesito impedir que seas solo silencio. Conjeturo. Te invento pecados compartidos, cicatrices que quisiera reconocer esperando que sean tu sello; no quiero saber de aquellas invisibles con las que uno marcha camino del infierno.
Tus manos sostienen con suavidad otra fotografía y el silencio ronda la imagen de los dos. Si por lo menos tu mano hubiera estampado una firma confirmaría que fuiste real, como real fue mi padre que viene de ti y me precede. Tu mano asiría una pluma, la tinta mancharía el papel dejando una herida que haría visible tu rastro. ¡Cómo saborearía ahora tus palabras atrapadas en los renglones! Te fuiste sin rozar mi mano. Entre tú y yo hay un cristal que, aunque me deja verte, me impide tocarte. Tus manos, que mimaron las mulas que te acompañaban como agente viajero, no acariciaron las mías.
¡Qué lejos quedó el horizonte que mirabas! Se fue la tarde como te fuiste tú, sin saber que te habías ido. ¿Con quién te encontró soñando el alba? Dime en qué playa quedó enterrada tu vida para escarbar la tierra con mis manos hasta encontrar el misterio de tu existencia.
Nunca envejeciste, sentado por casi cien años en la misma silla, en la misma posición, con la misma mirada. No se marchitó tu piel. La vejez no pudo roer tu cuerpo. La muerte no tuvo piedad de mí cuando a ti te mutiló las alas. No hubo forma de evitar que las Moiras cortaran el hilo vital, nadie pudo arrebatarle tu vida a las zarpas de la muerte. Para que estés conmigo, solo me queda inventarte, tal vez así tu figura no acabe de sumirse en las tinieblas y pueda convivir tu muerte con mi vida. Cincelo tu imagen como si fuera de cera, pero en lugar de construirte, con cada golpe del estilete te me vas desvaneciendo, te desangras y soy consciente de la herida, no de la tuya sino de la mía.
Antes de que te olvide, he fabricado un recuerdo donde eres todo lo que ya no está, «lo otro», lo que se quedó sin decir, lo que no adivino, lo que me invento, la mancha en blanco y negro en el papel que se hace figura, la mano fría que no siento, el sendero que me hubiera gustado recorrer, el destino al que hubiera querido llegar. No lo sé. Hoy hubiera querido que el final de las historias que se contaban en familia fuera diferente; hubiera querido que aquellas hechiceras que equivocaban tu camino por las sabanas de Bolívar no te hubieran permitido encontrar la senda de regreso, que hubieras enfilado tu ruta hasta aquí, para cumplir la cita en tu futuro, donde siempre te he esperado.