Fabricando tu recuerdo

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

Miguel Hernández, “Elegía a Ramón Sijé”

Hoy encontré, en un álbum de viejas fotografías, aquella imagen tuya en blanco y negro, esa que en su reverso tiene solo una estampilla y una fecha: agosto de 1930. Nada más: ni un nombre, ni una ciudad, ni una dedicatoria. De inmediato me propongo fabricar tu recuerdo sin mucha ayuda de la memoria. Atrapar tu figura, hacerla mía; aventurarme a hacer de ti una historia remendada con los trocitos de lo que alguna vez escuché. En desorden, sin afanes, sin que importe que el tiempo se detuvo para ti, mientras a mí me devora la impaciencia cuando al escuchar el tic y el tac descubro que tu imagen no se concreta, que no logro que proyectes tu propia sombra para que puedas convertirte en mi verdad.

Miro tus ojos, ¿de qué color serían? Creo que alguien mencionó que eran verde aceituna, o quizás sería yo, en mi afán de construirte, quien te los dibujó de ese tono. Tus ojos miran de frente y me da miedo la inmensidad del universo que nos separa. Hay tanta melancolía en tus ojos como nostalgia en mí.

¡Detrás de tu frente, coronada por ese cabello negro azabache, escondiste tantos pensamientos! No sé dónde quedó el otro extremo del cordón que nos ata como familia, tus raíces quedaron sepultadas en el lugar del que huiste. ¿Hablabas de la vida que dejaste en Italia luego de que las trincheras se llenaran de humo y detrás del humo desaparecieran los nombres conocidos? ¿Quisiste volver a dónde habías partido? Volver a esa playa en donde, según contaba mi abuela, se quedó sentada una anciana mujer ataviada con un pañuelo en la cabeza, vestida de negro, haciendo un duelo prematuro desde antes de que levantaras velas.

Tu voz. A veces fantaseo con su sonido. Sor Octavia repetía, tantas veces, que tu canto rebasó distancias, penetró mil oídos, colmó capillas y fue codiciado por otros seminaristas; la muerte raptó tu voz haciendo imposible que yo hubiera escuchado en alguna ocasión tu “Ave María”. Tus vocablos se deshacen en pedacitos, en sílabas que desaparecen sin que pueda llegar a comprenderlas. ¿Cómo se moverían tus labios en aquella boca que, detrás de un cerrojo, jamás dejó escapar un susurro para mí? Me ilusiono esperando que arda en el viento tu historia nunca contada. Necesito impedir que seas solo silencio. Conjeturo. Te invento pecados compartidos, cicatrices que quisiera reconocer esperando que sean tu sello; no quiero saber de aquellas invisibles con las que uno marcha camino del infierno.

Tus manos sostienen con suavidad otra fotografía y el silencio ronda la imagen de los dos. Si por lo menos tu mano hubiera estampado una firma confirmaría que fuiste real, como real fue mi padre que viene de ti y me precede. Tu mano asiría una pluma, la tinta mancharía el papel dejando una herida que haría visible tu rastro. ¡Cómo saborearía ahora tus palabras atrapadas en los renglones! Te fuiste sin rozar mi mano. Entre tú y yo hay un cristal que, aunque me deja verte, me impide tocarte. Tus manos, que mimaron las mulas que te acompañaban como agente viajero, no acariciaron las mías.

¡Qué lejos quedó el horizonte que mirabas! Se fue la tarde como te fuiste tú, sin saber que te habías ido. ¿Con quién te encontró soñando el alba? Dime en qué playa quedó enterrada tu vida para escarbar la tierra con mis manos hasta encontrar el misterio de tu existencia.

Nunca envejeciste, sentado por casi cien años en la misma silla, en la misma posición, con la misma mirada. No se marchitó tu piel. La vejez no pudo roer tu cuerpo. La muerte no tuvo piedad de mí cuando a ti te mutiló las alas. No hubo forma de evitar que las Moiras cortaran el hilo vital, nadie pudo arrebatarle tu vida a las zarpas de la muerte. Para que estés conmigo, solo me queda inventarte, tal vez así tu figura no acabe de sumirse en las tinieblas y pueda convivir tu muerte con mi vida. Cincelo tu imagen como si fuera de cera, pero en lugar de construirte, con cada golpe del estilete te me vas desvaneciendo, te desangras y soy consciente de la herida, no de la tuya sino de la mía.

Antes de que te olvide, he fabricado un recuerdo donde eres todo lo que ya no está, «lo otro», lo que se quedó sin decir, lo que no adivino, lo que me invento, la mancha en blanco y negro en el papel que se hace figura, la mano fría que no siento, el sendero que me hubiera gustado recorrer, el destino al que hubiera querido llegar. No lo sé. Hoy hubiera querido que el final de las historias que se contaban en familia fuera diferente; hubiera querido que aquellas hechiceras que equivocaban tu camino por las sabanas de Bolívar no te hubieran permitido encontrar la senda de regreso, que hubieras enfilado tu ruta hasta aquí, para cumplir la cita en tu futuro, donde siempre te he esperado.

Quince pares de ojos

Hay un instante en las mañanas cuando, entre el duermevela y la vigilia, salgo por un momento de mí misma, navego sin rumbo. Antes de que acabe de clarear el día, vuelvo a introducirme en mi cuerpo. Así puedo vivir fuera de los confines de mi mente.

No sé si hoy volví o me quedé por fuera. Por ahora eso no me importa, solo sé que aquí estoy. Me veo. Apenas despunta el día. En mis manos, el arma asesina. Voy blandiendo una hoja color plata. La barra de la cocina interrumpe mi camino. Me enfrento a los destemplados ojos de una piña, a una colección de ojos que me miran de soslayo, incrédulos, todos al unísono. Sí; todos de una vez, al tiempo. ¿De qué cosas se estará dando cuenta la piña?, me pregunto.

Me avizoran de forma inquietante, contemplándome como lo hacen los ojos de aquellas pinturas que, aunque son retratos, dan la sensación de ser los de un mirón que sigue los pasos de quien lo observa. No es un único ojo, como el de un pirata, el que me sigue; ni son los dos ojos desprevenidos de cualquier persona, con la intención de husmear. Hay por lo menos treinta ojos. Quince pares, por si acaso se quisiera sentir que el número no es tan grande; quince pares de ojos son los que me vigilan. Viene a mí la imagen de un voyeur, aunque de inmediato me inclino mejor por algo que los franceses llaman un flâneur, sedentario en este caso. Una piña apoltronada en su mesón. Espiando como pasa la vida: la mía y la de otros tantos a sus espaldas, a quienes ve con todos esos ojitos situados en su parte trasera. Ahí estaba, extasiada. Posando, al mismo tiempo, una de sus miradas en mí y las otras en cualquier cosa que desfilara a través de la ventana, más allá de la frontera del cristal.

De pronto me hice consciente de una extraña sensación, si es que el miedo se puede catalogar como una sensación extraña. No tengo una explicación, doy una vuelta e intento confirmar si aún sigo fuera de mi cuerpo, si lo que estoy viviendo es mi realidad. Vago un poco por la casa; en el tablero de corcho del estudio, una palabra: resiliencia. En el escritorio: un libro sobre la conducta humana y la posibilidad de deconstruirnos. En mi interior una voz que repetía: ¿en realidad te importa cómo te ven todos esos ojos cuando tú estás segura de que te ves diferente? A mí no me interesa como me vean, me contesto. Estoy segura de lo que pienso de mí, pero comienza a molestarme el tono de desafío que han ido adquiriendo las conversaciones matutinas conmigo misma.

Avanzo hacia el mesón armada de valor. De nuevo todos esos ojos en mi nuca, de nuevo el cuchillo en la mano. Siento como mi sombra me amenaza. La hoja metálica frente a mí no revela mi imagen. La enfrento a la fruta, veo cómo en ella se reflejan los ojos de la piña. Ya no se cuántos ojos son los que me divisan, los que me siguen, porque ahora además de los ojos reales de la piña hay una gran cantidad de ojos reflejados en la lámina de metal. Deshago los pasos. Vuelvo a mi cuerpo. Me levanto, aprieto el mango del cuchillo grande, el de hoja muy ancha. Me abalanzo sobre la piña arrancándole la corteza poco a poco.

Tomo con cuidado los pedazos de la piel. Los coloco volteados sobre papel de cocina, de forma que los ojos queden hacia abajo, para que no me escudriñen. No sé qué hacer con ellos.  Me encamino hacia el comedor absorta en pensamientos absurdos, segura de que me he desecho del problema hasta que descubro que, dentro de un frutero ubicado sobre la mesa de centro, hay otra piña apoltronada acechándome con la misma mirada inquisidora; llena de ojitos que me miran de soslayo, incrédulos, todos al unísono. Sí; todos de una vez, al tiempo.

Mismidad

      Durante este último año he podido plasmar, en 54 fragmentos, una pequeña parte de lo que he encontrado al asomarme a mi interior. En medio de la mudez he descubierto historias que allí, tenían vida propia. De no haberlas concretado por escrito quizás habrían pasado desapercibidas o se hubieran disuelto en la nada.

       Generalmente observo la vida desde mi intimidad hacia afuera, pero en el último año he estado empeñada en observar un poco más desde mi exterior hacia adentro: buceando en el fondo, buscando mi propia mismidad, esa que siempre está ahí esperando a que la encuentre, solo que en algunas ocasiones se camufla con el rumor externo por lo que no me es posible ubicarla. En los últimos meses me he entrenado en perseguirla, en escuchar las voces que me permiten darle sonido a imágenes, ponerle orden a pensamientos y hacer que los clamores internos afloren como fragmentos, lo cual posibilita que los personajes e historias que estaban atrapadas en mi interior sean colocados en tierra de nadie, o en tierra de todos, ubicándose en escenarios no pensados. Es así, en conjunto, como surgen los textos que he compartido con quienes leen este blog.

     En el proceso de querer materializar esas voces interiores, surge una paradoja: al igual que mi voz otra mismidad se hace presente, la de la identidad personal de cada uno de los protagonistas. Rivalizamos, surge un contrapunteo, me interpelan, hay un continuo cuestionamiento sobre si lo que debo revelar es aquello que veo, escucho y se hace presente dentro de mí o sobre aquello que imagino que ven y escuchan los personajes de las historias. Esto me ha situado en medio de un constante juego de espejos: una parte del yo, quiere exponerse; mientras emerge otra parte que prefiere no hacerse pública. La dificultad estriba en encontrar lo que es válido decir. Fragmentos de mismidad ha sido el espacio donde mi mismidad y la de los personajes dialogan todos los domingos desde hace un año, convirtiéndose en el territorio donde adquieren sonido mis murmullos y se apropian de sentido mis interlocutores.

     A partir del mes de noviembre introduciré otro tipo de textos en el blog, mientras construyo nuevas historias disminuirá la frecuencia de publicación. Estaré subiendo contenido solamente el último domingo de cada mes. Agradezco a quienes han encontrado en la lectura dominical un espacio que los convoca, de forma especial a aquellos que con su retroalimentación nos alientan a quienes encontramos en la escritura un espacio para exteriorizar nuestra fantasía.

Me asomo

Un día el patio se llenó de hojas, pero no era otoño. No siempre que se caían las hojas era otoño. Miraba a través de la ventana, hacía frío. Quizá estaba empezando el invierno. El árbol estaba casi desnudo. Yo estaba cubierta, sin embargo, lo que tenía puesto no era suficiente para arroparme el alma. A mí me gustaba asomarme, asomarme a cualquier parte.

Hacía muchos años, me había asomado por primera vez. No recordaba los detalles. En esa ocasión después de estar cómoda en el único espacio que conocía, me asomé. Inicié mi vida por fuera de “mi burbuja”. Desde ese momento asomarme se convirtió en un vicio.

En muchas ocasiones me asomé a la vida de otros: para buscar el enemigo, para llenar la vacuidad, para desafiar el peligro, para aprender la palabra, para entender las razones, para habitar el espacio, para cortarme las alas, para contener la rabia, para perseguir las ideas, para llenarme de faltas.

Alguna vez, con esmero, me asomé a los ojos de él: para compartir los pecados, para mitigar el deseo, para besarnos en la cama, para perder el sentido, para saber si le hacía falta, para fumarnos las ganas, para purgarnos las almas.

Hace unos pocos días me asomé a mí misma. Era curioso. Era como si pudiera, desde afuera de mi cuerpo, entrar a través de mis ojos. Cogí con delicadeza mis párpados, los abrí un poco más de lo normal, con cuidado, con temor a no caber dentro de mí. Pero sí cupe. Era la primera vez que me zambullía verdaderamente en mi interior. Me asomé a mi historia. Fue difícil, la memoria fabrica fantasmas. Quise liberar algunos recuerdos, sumirlos en el olvido. No había chance, me vi desnuda. Le abrí la puerta a lo que ya no servía, a mucho de lo que me atormentaba y luego, con cuidado, tapié las ventanas para que no se escaparan algunas de aquellas cosas que ya no me acongojaban. A partir de ese día, me quedé conmigo misma. Hoy ya no busco un resquicio por donde asomarme.

Extraviarme

¡Tantos mundos imaginarios dentro de mi mundo mundano, tantos submundos!, a uno de esos es a dónde hoy quiero irme. En cada uno de ellos conviven tantas dislocaciones del mío. ¿Quién podría asegurar si eso que allí avizoro es real?  Quisiera irme a cualquier lado a dónde yo esté esperando por mí mismo, sin que la realidad me alcance, a dónde escoger con libertad así lo que escoja sea un naufragio.

Hoy no busco un destino a donde llegar con sextante, ni para arribar allí solo ni para compartir con nadie. No estoy buscando una ruta marcada, camino detrás de mis errores; hoy quiero romper con la rutina. Repetir la misma vía se me antoja angustiante. Solo persigo el vacío, sin lograr que una sordina apague esta misma pregunta repetida hasta el hartazgo, pues me carcome el cerebro sin saber qué contestarle. Hay un reloj dinamitando el mutismo con su tic y con su tac, pero no me dice nada. No me permite hallar un silencio a donde me pueda auscultar. Quiero oírme a mí solo, no quiero escuchar a nadie; quiero un espacio desierto para llenarlo con aire, a donde consiga ser mi propio espejismo.

Hoy solamente quisiera que a mí no me encuentre nadie, yo solo quiero extraviarme, y buscar una salida y luego esconder la entrada. Quisiera permanecer afuera, cuando la lluvia inunde las calles, cuando me alcance la noche sin que alguno me tropiece antes; que cuando quiera volver no descubra las pisadas, debiendo construirme de nuevo, o teniendo que inventarme.

Hoy, no persigo la lógica, ni que mis sesos estallen, ni saber si lo que pienso se parece a lo que existe. Quiero espantar todos los hábitos, acabar con lo de siempre, que se vuelva una aventura desconocer donde ando, que los fantasmas dormidos se despierten en mi cama. Quiero perder el sentido, que se me crucen las calles, y que en medio de ese ruido también se crucen los cables. Que no haya una palabra que logre identificarme. Que me llame como nunca, que mi nombre sea disímil al que siempre me ha nombrado; quiero perderme en la lucha, luchando por despistarme; encontrar un espacio propio que pueda ser mi refugio, cuando no busque un destino para compartir con alguien. Sigo soñando despierto, soñando con extraviarme.

Pequeña de cuatro décadas

Es posible que si pudieras expresar una frase completa me manifestarías:


Dices que no sabes lo que pienso, porque mi cerebro no se conecta con mi habla de la misma forma como sucede contigo, porque lo mío no es el don de la palabra. A ti, que tienes conexión entre tu cerebro y tu habla, que posees el don de la palabra, quisiera poder preguntarte: ¿conectas tu cerebro con tu alma?

Mírame. Conecta tus ojos con mi mirada. A diferencia tuya no puedo atender varias cosas al tiempo por eso, cuando coincidimos, tengo la suerte de enlazarme solo contigo. En mí no se genera un murmullo mientras me hablas, solo tu voz es la coordenada que sigo. Me es imposible completar la imagen que en mi mente se construye. La mayoría de las veces no puedo ponerla en palabras, pero tengo en mi corazón la ilusión de que cuando tu ser se acerca a mí, eres tú quien está a mi lado; tú, en cambio, puedes estar tranquila, puedes cambiar la palabra ilusión por la de certeza, soy yo la única que está a tu lado cuando nos acercamos.

Te sientes libre, ¿cómo y para qué? Libre soy yo que no tengo que adaptar mi comportamiento a lo que esperan de mí. Libre soy porque actúo acorde con lo que siento, porque actuar es darte un abrazo cuando me dedicas tu tiempo, es decir tu nombre con dificultad, es repetirlo tantas veces, intentarlo por diez años hasta que suene muy cerca a como lo dicen los demás, sin pensar en que hay errores cuando lo pronuncio, porque sé que existes en mí, aunque no sea capaz de nombrarte.

Tu realidad vive fuera de ti, la mía vive en mi interior, no tengo otra; nuestra realidad difiere desde el lugar en que cada una mira. Soy feliz porque vivo conmigo, desde aquí observo cómo es que tú vives contigo. Me regocijo en el silencio que me confirma que sobran tantas cosas, que algunos atesoran para después desecharlas cuando pasado el tiempo no saben qué hacer con ellas. Yo solo atesoro el tiempo, colecciono miradas, grabo silencios, suspiros, caricias de manos que se conectan conmigo. Yo trabajo, así no lo veas, en que no se pierda la conexión entre tu cerebro y mi alma para que puedas sentir que habitas en mí, así yo no sepa decirlo.

Más allá del abecedario

                                                                                                             Esto es entre tú y yo, no lo digas a nadie:

                                                                                                     en la vida vas a encontrar abismos y puentes,

                             dificultades, desesperación,

                                                entonces escribe,

                                                                        las palabras son lo único que tendrás cuando ya no haya nada.

                                                                                                              José Zuleta Ortiz, “Lo que no fue dicho”

Y así un día, cubierto con tu armadura de letras, desenfundaste las palabras y me disparaste con una de ellas. El disparo fue tan fuerte, tan certero, que me hirió dejándome marcada. Fue una sola palabra con su propio sentido, con su sonido, con su significado.

Desde antes de la época del disparo, desde siempre, he estado en la búsqueda de lo que puede estar contenido en las palabras, del misterio que hay en cada una de ellas. Hay en todas tanta fuerza, tanto en aquella que no tiene mordaza, como en la que agazapada surge con temor a ser censurada. En la que cuestiona, en la que se origina en el cerebro y luego viaja en el aire, sin ser vista, para penetrar en los oídos como una ráfaga; en aquella que a veces queda sonando por mucho tiempo sin que logremos atraparla, en las que desafían; o en otras que no logramos reconocer puesto que parecieran dichas en diferentes idiomas. Lo mismo sucede con la palabra escrita: con la que surge del vacío para convertirse en una herida sobre el papel, con la que al mismo tiempo de herir va sanando en la medida que va expresando; con las que producen placer o dolor, halago, confianza, satisfacción. Las que nos nutren, las que ofenden, las que mienten o deprimen, así su significado nos aproxime al desastre.

Dicho lo anterior, pensé que estaba lista para unirme al desafío de un colectivo argentino que busca “poner en palabras todo aquello que se quedó como un nudo en la garganta, como una trompada en el estómago”. Así que allí estaba, buscando las palabras apropiadas, en momentos donde no afloraban las palabras. Exploraba en mi interior. Sentía que me quedaba corta. ¿Qué son las palabras cuando el sentimiento te ahoga y no te permite comprender los sonidos? ¿Qué hacer cuando hay algo que te impide poner las emociones en palabras?, pensé. Luché por encontrarlas, si no podía pronunciarlas, por lo menos podría escribirlas. Me propuse entonces perseguir las letras hasta el punto a donde tendrían que llegar si la tierra era cuadrada, seguirlas hasta el final de los mares a donde comenzarían a caer como caerían los barcos de aquellos que no sabían que la tierra era redonda. Cerré los ojos, me apresuré a buscar el filo por donde iniciarían la caída y a fantasear con zambullirme en ese abismo que debería estar pleno de letras, un alfabeto completo que me permitiría construir palabras, segura de que allí habría tantas que me sobrarían algunas, pero no fue así. Pude ver unas pocas letras con las que era imposible construir alguna cosa con sentido. Fui consciente de que el juego no está en las letras, que no es posible construir con ellas palabras que se vuelvan frases cuando el sentimiento no aflora. La tierra es redonda, otra es la realidad. Hoy, he perdido el desafío, en esta ocasión no encontré las palabras, es posible que las haya desgastado cuando olvidé que su significancia no depende siempre de un diccionario.

Diario

Enero de 2015:

Camino errante por la casa. La casa me sonríe. Haraganeo en un sofá, contemplo todo. Observo. Estoy un poco distraída, sin embargo, me siento capaz de identificar lo que veo; hasta le he puesto un cartelito mental a cada cosa que me rodea. Cartelito invisible para los demás, pero necesario para mí. Podría ser que algún día la vida pase corriendo y se ensañe conmigo, haciendo que el nombre de cada una de estas cosas se me olvide. De igual manera he estado dejando pistas de mi paso por la vida, para encontrarme; por si algún día tuviera que venir desde el futuro a buscarme. Dije: pistas para hallarme. Eso es lo que quiero, no dije trascendencia. Si me pierdo, puedo volver a buscar una señal.

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Mayo de 2018:

Hoy, sin razón especial, he recordado mis letreros. No sé porqué he pensado que es bueno revisarlos. Eso he hecho, me he detenido a examinarlos. Parece que aún están en el mismo lugar; tanto ellos como las cosas. Pareciera que nada hubiera cambiado de sitio. No obstante, no entiendo porque han dejado entrar una pequeña bruma en la casa que no me permite ver con claridad. Luego de inspeccionar encuentro que de algunos objetos recuerdo la figura, pero hay otros de los que tengo dudas.

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Marzo de 2020:

Hace unos días, no recuerdo si pocos o muchos, la neblina ha aumentado; tal vez no fueron días, fueron semanas, ¿pocas semanas o muchas? Bueno, quizás sería mejor decir que hace algún tiempo, aunque no estoy muy segura de cuánto. Hace un tiempo que los nombres de algunas piezas no me dicen nada. Me he quedado inmóvil esperando que el eco me devuelva una palabra. No ha habido eco. Los carteles siguen estando en su lugar, pero en ocasiones siento que el nombre escrito en el letrero no tiene relación con la figura que veo. Hay casos donde no hay nada que me traiga de nuevo el sonido o la imagen esperada.

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Junio de 2022:

Hoy, encontré que estoy llena de avisitos, estos parecen reales. Todas las partes de mi cuerpo tienen un nombre, hay unos que suenan de forma musical: clavícula; algunos tienen rima: rodillas y costillas. Los que más extrañeza me causan son los que, definitivamente, no me dicen nada: ojos, pie, boca, mano, nariz. Tengo una hermosa cadena de la que cuelga una placa. La reviso. Hay un nombre y un teléfono. Me veo extraña: toda vestida de negro, llena de rotulitos blancos. Me pregunto si me los habrán puesto porque, con el paso del tiempo, mis amigos y mi familia se han perdido en la nebulosa y no saben ni como me llamo ni a quien tienen enfrente.

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Julio de 2022:

¡Pobres todos! Me miran con extrañeza. No conozco las cosas que están allí. Veo personas cubiertas por un mar de niebla. Intento entender la razón de este silencio que se adueñó de mí. ¿Quiénes me rodean? Escribo desde un lugar en el que ya no estoy. Hay tantas cosas que quisiera contar pero yo misma no reconozco las huellas de mis pisadas. Suplico que no tengan problemas para reconocerme. ¿Quién soy yo y quién eres tú ahora?

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Agosto de 2022:

Renuncio a ser solo una parte

A tantas, que hoy ya no están y cuyos nombres no recuerdo,

a algunas que, sin ellas saberlo, aún siguen vivas.


Hoy he descubierto, dentro de mí, a esa persona que se debate entre el miedo que te tengo y el deseo que, a veces, me suscitas. Hoy por fin he contemplado la posibilidad de no rendirme ante la idea de “no hay futuro” y hacerle frente a este extravío.

Estoy hecha de pedacitos, pero soy un todo. No lo olvides. No intentes amar cada uno de mis fragmentos por separado. Ámame íntegra, cabal, completa, pues no puedo ni quiero fraccionarme. No puedo exilarme de mí por darte gusto. Mírame ¿no me ves entera?

Quiéreme como soy, no me atropelles. No puedo ser lo que no soy cuando te acercas. No aceptaré hacer cualquier cosa ni para liarte a mí, ni para vivir contigo. No me desmembraré por complacerte. Renuncio a ser solo una parte. Desprenderme de un pedazo de mí sería un suicidio. No alimento quimeras por lograrlo. Ser otro yo y ser yo, nunca será lo mismo. Aún no he logrado silenciar la voz que grita: renuncia, desvanécete, despójate, pero ya sé que quiero convertir esa voz en un murmullo.

Soy lo que soy y lo que no, ya lo dije una vez. Hoy lo repito. Pero soy lo que no soy si yo lo elijo. No transijo permutar mi alegría por la tuya. No podría dormirme por la noche, ni podría soñar durmiéndome contigo, mientras acepte que por ti dejaría de ser yo cuando estoy conmigo.

Coincidencia tardía

¿Cuántas veces un semáforo en rojo me había impedido cruzarme con ella? ¡Cuántos años viviendo en el mismo edificio, usando el mismo ascensor, subiendo por las mismas escaleras, compartiendo el mismo recibidor, traspasando las mismas puertas, sin habernos encontrado!

¿Cuántas veces apuré mi paso sin saber que ella, en el otro lado, desaceleraba el suyo? En muchas ocasiones me asomé a la calle desde la ventana. No la vi. Seguramente acababa de pasar, quién sabe si había abierto una sombrilla que no me permitía ver su rostro.

¡Cuántos almanaques se consumieron! ¡Cuántas hojas de árboles se cayeron!, mientras yo aquí, invidente; mientras ella allá, invisible.

Alguna vez escuché sonar el timbre de su puerta o quizás era el “ring” de un teléfono sin que nadie respondiera. Así se fue pasando el tiempo, pasó corriendo la existencia. Destejí las horas, nunca llegó. Me hirió la noche, e igual que en el ocaso de la vida se apagaron las luces. Todas las luces: las mías, las de la calle, las de ella.

Hoy, de forma inusitada, llegué tarde a nuestro edificio. A través del espejo del recibidor, la vi. Coincidencia tardía. Era más tarde que de costumbre. Hice como si no la viera. Subí. Me conformé con saber que cuando el timbre de su puerta o el de su teléfono fueran atendidos, ella estaría allí. Acepté que hoy, cuando ya no soy aquel que antes fui, podría contentarme con el semáforo en rojo de tantas ocasiones, con el coexistir en diferentes espacios, con el paso de los años sin haber conocido su figura.

Hay cosas que terminan llegando muy tarde, me dije. Entonces escogí sumergirme en la vida y su falta de coincidencia.