¿A dónde se han volado los pájaros?

– ¿A dónde se habrán volado todos los pájaros que hace un ratico ocupaban esas jaulas?, preguntó Angustias aparentando mirar la pantalla del televisor, aunque realmente prestaba atención a un anaquel que contenía una colección de jaulas.

Los pájaros, continuó diciendo, todos los pájaros cantores que yo fabriqué con mis propias manos. Los pájaros de barro… los de cerámica… los que amasé mientras cantaba canciones para dormir a mis hijos en sus cunas ¿te acuerdas? Yo solo les bosquejé las alas, pero los han echado a volar ¿Quieres que te regale alguna de las jaulas? No sé por qué hoy están todas libres. Ya no contienen nada. Nada dura para siempre.

– No madre gracias, esas jaulas son mías, estás en mi casa.

– Cómo así, ¿Yo soy tu madre? ¿Cuándo te tuve? Esta no es tu casa. Esta es mi casa.

       Al escucharla me embarga la tristeza. Escudriño en el pasado, suplico que el tiempo arrastre mis pensamientos. La oigo y me hago consciente de cómo su discurso se ha escindido: por una parte, marchan las declaraciones de la mujer que conocí; por la otra desfila el ahora incomprensible y caótico sermón con el que diariamente se expresa. ¿A dónde se habrá ido todo aquello que pensé que no tenía cabida en nuestro intelecto? Todo eso que, a pesar de que el cuerpo aún no se ha convertido en polvo ni en cenizas, ha volado como sus pájaros. Cómo contener la fuerza de este vendaval que empuja la vida hacia el futuro mientras yo quisiera anclarme a la época en la que ella aún estaba dentro de sí, a los segundos previos al momento en que su propio ser se le alejó.  ¿Por qué las manecillas del reloj no se detuvieron un instante antes de que comenzaran a agonizar sus horas, antes de que las páginas de su vida se empezaran a llenar con palabras en blanco? Ahora el pasado se me antoja indecente, debería poder olvidarme de él.  Nada dura para siempre, como dice ella. La miro y pienso que ha perdido el camino de regreso.

       Inicia un paseo frente a los ventanales; se detiene junto a los sofás llenos de cojines. Toma cada uno de ellos y los organiza en una sola línea, de pronto gime buscando algo con la mirada. Se sienta otra vez, pareciera que se concentra en la televisión hasta que, poco a poco, inserta su cabeza en mi hombro y se une a mí como si fuéramos uno solo. Hablamos idiomas extraños. Su cara proyecta ansiedad y un temor inmenso. Cierra los ojos, se lleva las manos a la cara como evitando ver lo que está sucediendo. Repite la misma pregunta que la acompaña desde hace muchos años:

– ¿Tenemos que recibir a toda esa gente? Son muchos, ¿a dónde los acomodaremos? Ahora están aquí. No me gustan los tumultos de gente, tú lo sabes sin embargo lo permites. ¿Por qué lo permites? No quiero que esa gente entre a mi casa. Mira, han comenzado a llegar algunos.

       Descubre sus ojos lentamente, separando su dedo índice del dedo corazón de cada mano y, aunque evita ser vista del todo, deja un espacio suficiente para observar (entre maliciosa e ingenuamente) lo que sucede.

– Esos, dice, esos dos que están sentados en mi sofá ¿Por qué están besándose aquí en mi cuarto?, ¿por qué viene gente que no conozco?, ¿quién los dejó entrar?

       De nuevo se cubre la cara, esta vez con pudor. Me debato entre decirle la verdad o ignorar el comentario, pero si ignoro los comentarios incoherentes terminaré aislándola. No puedo hacerlo, escojo decirle la verdad.

– Madre esa gente no está aquí, esa gente hace parte de una película que se proyecta en el televisor. Por Dios, me digo, ¿hasta cuándo?

       Ella me mira y sonríe. Tiene una boca pequeña, todavía quedan rastros de la mujer hermosa que alguna vez fue. Se peina con las dos manos introduciendo sus dedos entre el cabello corto. Luego con voz muy tenue me mira y dice:

– ¿Por qué ignoras que soy tu esposa? Entiende que no quiero que venga tanta gente a vernos, ¿sabes a dónde se han ido a volar todos los pájaros?  ¿Quieres que te regale una de las jaulas?  Están desocupadas.

       Tomo sus manos entre las mías. Ella escudriña mis dedos y dice:

– Hay que cambiar estos dedos ¿sabes? Estos dedos tuyos son muy duros, hay que tratar de que se aflojen un poco. Este dedo es muy chiquito, me dice acariciando el meñique, este dedo es diferente a los demás. Hay que cambiarlo lo mismo que este otro que está enorme, deforme y señala mi pulgar. No tienes todos los dedos iguales.

       Se le ha roto la cordura, me digo. Equivoca las palabras, se le pierde la mirada, el olvido le anula lo que sería mi recuerdo, si soy solo lo que recuerda y no se acuerda de mí entonces, para ella, yo ya no soy. ¿Cómo saber qué es lo que realmente comprendes?, me pregunto.

– ¿Sabes quién soy yo?, me arriesgo a preguntar.

       No espero la respuesta. Cualquier cosa que diga estará equivocada. Intuyo que cualquier persona con quien me relacione no será la acertada, así que me adelanto a contestar:

– Soy tu hijo. Llevamos seis meses viviendo juntos de nuevo.

       Ha extraviado el camino de regreso, confirmo. Cada día es más difícil, el deterioro se hace más evidente, siento que no tengo más nada para aportarle. La escucho, la acompaño. Ahora, siendo honesto, tengo mucho miedo de verme en ese mismo espejo en un futuro. Veo como las palabras le pasan por el frente y siguen de largo, hace mucho tiempo que no puede alcanzarlas.

– ¿Por qué no vienes a verme?, me pregunta.

– Aquí estoy acompañándote, contesto.

– Y mi papá ¿por qué no ha vuelto? ¿Por qué me habrá dejado sola para ir a morirse? ¿No te dijo nada? ¿No te dijo a dónde se iba, si él quería morirse? Mi papá era médico. No creo que lo sepas. Soy hija de médico, siempre hubo un médico en la casa, ¿por qué no está aquí para auxiliarme?

– Tal vez sí te lo dijo, pero no lo recuerdas. Quizás está más cómodo donde está actualmente, podrías hacerle una oración.

       Me arrepiento de haber utilizado la palabra oración, sé lo que significa mencionarla, pues con solo oírla ella comienza a orar, actúa como esos muñequitos a los que se les da cuerda y no paran de repetir la misma acción. Hoy la ha pronunciado seis veces. Cierra los ojos, junta sus manos con devoción, en posición de rogativa:

– “Oh Dios mío, oh padre mío, fuente de toda sabiduría…”

Sé que no puedo interrumpirla. Esta es una historia de nunca acabar. Tantas veces no sé cómo consolarla cuando viene a su mente la remembranza fugaz de alguno de sus familiares. A mí me destroza el alma cuando habla del abuelo. Era su adoración. Hoy navega entre los recuerdos de cuándo era su hija favorita y los fantasmas en los que se han convertido todos aquellos que ya no la acompañan. ¿Cómo se vive siendo todo lo que se ha olvidado? Por más esfuerzos que hago acompañándola le quedo debiendo tiempo. Es inaplazable su ida a un lugar especializado a donde puedan darle un cuidado integral.

       Suena el citófono. Ella se agobia al escucharlo, intuye que llegará alguien nuevo a la casa. Es tan sensible, se aferra a la cobija que le abriga los pies. La dobla por la mitad, luego en cuartos, después en octavos. La mira feliz de lograr que las esquinas coincidan a centímetro. Desdobla la cobija y repite el proceso: primero por la mitad, luego en cuartos, después en octavos. Me pongo de pie y la ayudo a levantarse.  Ella se queja, dice que le duele, ahora siempre hay algo que le duele.

       Pobrecita, me digo, en tanto que observo la forma en que se dobla por el peso de la vida. Tiene la pijama puesta y los pies cubiertos con unas pantuflas verdes, forradas, calientes. Hay que mantenerla abrigada. Ha perdido tanto peso. Es un manojo de huesitos cubiertos por una piel. Constantemente tiene frío. Camina lento. Dice que necesita ir al baño. Una vez de pie me pregunta hacia dónde vamos. Le recuerdo que ha dicho que quiere ir al baño. Me dice que estoy equivocado y se sienta de nuevo. Insiste otra vez en ir al baño. La pongo de pie nuevamente y cuando me encamino con ella me pregunta hacia dónde vamos.

– ¿Cuándo viene mi papá? ¿Por qué se han volado todos los pájaros? ¿Quieres que te regale una jaula?

       Arrastra los pies, le pesan. Nos dirigimos a la puerta a pesar de que aún no ha sonado el timbre. He pensado en todas las posibles respuestas para cualquier pregunta que pudiera hacerme al momento de salir de la casa. No puedo permitirme flaquear, la decisión está tomada.

– ¿Quién golpea la puerta?, pregunta. ¿Sabes tú quién golpea la puerta?

– No sé, le contesto, mientras pasamos frente al espejo del recibidor. Angustias ve su figura reflejada en el espejo y me pregunta:

– ¿Quién es aquella que está pasando allí enfrente?

       No vale la pena responderle la pregunta, ya no se reconoce. No contesto inicialmente, guardo silencio. Luego, creo que en justicia debo darle una última oportunidad.  Antes de abrir la puerta le tomo las manos, la miro a los ojos y le pregunto:

– ¿Y yo, sabes quién soy yo? Ella sonríe y me contesta lo único para lo cual no estaba preparado: No, no sé quién eres, pero sé que te quiero mucho.

Quince pares de ojos

Hay un instante en las mañanas cuando, entre el duermevela y la vigilia, salgo por un momento de mí misma, navego sin rumbo. Antes de que acabe de clarear el día, vuelvo a introducirme en mi cuerpo. Así puedo vivir fuera de los confines de mi mente.

No sé si hoy volví o me quedé por fuera. Por ahora eso no me importa, solo sé que aquí estoy. Me veo. Apenas despunta el día. En mis manos, el arma asesina. Voy blandiendo una hoja color plata. La barra de la cocina interrumpe mi camino. Me enfrento a los destemplados ojos de una piña, a una colección de ojos que me miran de soslayo, incrédulos, todos al unísono. Sí; todos de una vez, al tiempo. ¿De qué cosas se estará dando cuenta la piña?, me pregunto.

Me avizoran de forma inquietante, contemplándome como lo hacen los ojos de aquellas pinturas que, aunque son retratos, dan la sensación de ser los de un mirón que sigue los pasos de quien lo observa. No es un único ojo, como el de un pirata, el que me sigue; ni son los dos ojos desprevenidos de cualquier persona, con la intención de husmear. Hay por lo menos treinta ojos. Quince pares, por si acaso se quisiera sentir que el número no es tan grande; quince pares de ojos son los que me vigilan. Viene a mí la imagen de un voyeur, aunque de inmediato me inclino mejor por algo que los franceses llaman un flâneur, sedentario en este caso. Una piña apoltronada en su mesón. Espiando como pasa la vida: la mía y la de otros tantos a sus espaldas, a quienes ve con todos esos ojitos situados en su parte trasera. Ahí estaba, extasiada. Posando, al mismo tiempo, una de sus miradas en mí y las otras en cualquier cosa que desfilara a través de la ventana, más allá de la frontera del cristal.

De pronto me hice consciente de una extraña sensación, si es que el miedo se puede catalogar como una sensación extraña. No tengo una explicación, doy una vuelta e intento confirmar si aún sigo fuera de mi cuerpo, si lo que estoy viviendo es mi realidad. Vago un poco por la casa; en el tablero de corcho del estudio, una palabra: resiliencia. En el escritorio: un libro sobre la conducta humana y la posibilidad de deconstruirnos. En mi interior una voz que repetía: ¿en realidad te importa cómo te ven todos esos ojos cuando tú estás segura de que te ves diferente? A mí no me interesa como me vean, me contesto. Estoy segura de lo que pienso de mí, pero comienza a molestarme el tono de desafío que han ido adquiriendo las conversaciones matutinas conmigo misma.

Avanzo hacia el mesón armada de valor. De nuevo todos esos ojos en mi nuca, de nuevo el cuchillo en la mano. Siento como mi sombra me amenaza. La hoja metálica frente a mí no revela mi imagen. La enfrento a la fruta, veo cómo en ella se reflejan los ojos de la piña. Ya no se cuántos ojos son los que me divisan, los que me siguen, porque ahora además de los ojos reales de la piña hay una gran cantidad de ojos reflejados en la lámina de metal. Deshago los pasos. Vuelvo a mi cuerpo. Me levanto, aprieto el mango del cuchillo grande, el de hoja muy ancha. Me abalanzo sobre la piña arrancándole la corteza poco a poco.

Tomo con cuidado los pedazos de la piel. Los coloco volteados sobre papel de cocina, de forma que los ojos queden hacia abajo, para que no me escudriñen. No sé qué hacer con ellos.  Me encamino hacia el comedor absorta en pensamientos absurdos, segura de que me he desecho del problema hasta que descubro que, dentro de un frutero ubicado sobre la mesa de centro, hay otra piña apoltronada acechándome con la misma mirada inquisidora; llena de ojitos que me miran de soslayo, incrédulos, todos al unísono. Sí; todos de una vez, al tiempo.

Compro olvidos

Llevo días buscando un recuerdo. Esto va en serio. Se me había traspapelado un recuerdo y entre más esfuerzos hacía por encontrarlo, más se escabullía. Tengo un sinnúmero de carpetas con documentos e información que solo a mí compete, así que, con impaciencia, por allí comencé mi búsqueda. No estaba.


Luego, procedí a revisar los libros de fotografías. Sí. Soy de la generación de las fotografías en físico. No lo encontré, pero al detallarlas llegaron otra cantidad de reminiscencias. Desfilaron tantos momentos… pero de aquel, del que estaba requiriendo una pista, no hubo muestras.


Continué con los cajones, atiborrados de objetos. ¿A dónde irán a parar esos restos cuando a nadie le interese lo que tengan para decir? Cuando ya no sean más que costuras rotas, sin hilvanar. Tantos pedacitos, tantos. Con cada uno de esos olvidos, relegados al cajón, iba descubriendo algo del pasado. Detalles esfumados, decolorados, como decolorado podría estar aquel que no encontraba, lanzado a una basurera, en medio de tantos papeles a medio escribir.

 
No afloraba el recuerdo exacto. No sé cómo lo fijé en la memoria. Se habían borrado sus huellas. Quizá las cosas no sucedieron como yo pensaba. Acaso solo las estaba evocando, a mi manera, de la forma como me parecía que habían acontecido. Posiblemente asumí que habían transcurrido como me las han contado, o será que, como las cosas no tienen voz audible, por más de que se hayan esforzado en referirme los pormenores que nos unen, no escuché. ¿Cómo se recuerda? ¿Va el recuerdo mediado por quién recuerda? ¿Entre lo que tengo en mi memoria y lo que sucedió, en la realidad, existirá una gran distancia? ¿Qué quedó en mi presente de todo eso que viví en el ayer? ¿Recuerdo o imagino? ¿Mantengo en mi memoria los recuerdos o me encuentro accidentalmente con ellos? ¿Será que realmente habré perdido aquellos que tanto sufrimiento me causaban? ¿Habrá olvidos selectivos? ¿Se van las reminiscencias tristes, para ocultarnos las penas, para quitarnos los cargos de conciencia? ¿Existe la posibilidad de que en la memoria colectiva se haya anclado una copia de seguridad de mis remembranzas?


Hay momentos en los que no concuerdan mis ideas acerca de qué hacer con los recuerdos: unas veces quisiera buscarlos y que predomine la memoria; otras tantas, abandonarlos, sepultarlos y que se imponga el olvido. A veces quisiera tatuarme a la brava algunos, a pesar de que causen tanto dolor y dejen en ruinas la conciencia. ¡Qué paradoja! En este momento no me prometo nada, pero si hubiera alguien que vendiera olvidos, hoy sería el primero en comprarlos.

Cazador de sueños

Juego con la distancia y la mirilla,
recorro el espacio imaginario.
Elijo el objetivo.

Soy un cazador de sueños,
acomodo la distancia y la apertura.
Capturo.
Ajusto momentáneamente.
Me distraigo. Hay tanto por atrapar:
problemas – dulzura – tristeza,
dolor – alegría – regocijo.
Escojo.
No. Me corrijo. Creo que escojo.

Cierro los ojos para ver todo aquello que, con la vista clausurada, pueda verse.
Cierro los ojos para enfocar, como lo hago con los lentes de mi cámara.
Más cerrados, menos luz; menos luz, más nitidez.
¿Qué hay del otro lado de la oscuridad total?
Sueño – Imagino.
Veo.
Veo tanto como mi percepción sensorial me transmite. . .

Hay sueños que muy vívidos me persiguen.
Sueños hay también, que ahora están muertos.
Hoy no me basta el mar con sus empeños
y la niebla brutal es mi enemiga.
Tengo que seguir, el sueño es mío.

Pero no es solo soñar con lo que veo,
Con escuchar las voces
también sueño.
Para escucharlas a mí me basta el audio,
el audio que transmiten lenguas de aire.
Lenguas que solo yo escucho.
Nadie más puede escuchar palabras,
que solo fueron moduladas para mí.
No podrán escucharse. No.
Solo yo escucho.

De nuevo conjeturo. Dejo volar los sueños.
Pero ¿hay que decidirse por alguno?
Muchos sueños en la red, ¿por dónde empiezo?
No podré terminar si no imagino.
Y a pesar de que imagino,
no decido.
¡Qué se vayan a volar!
Hoy, no hay de otra.

Juego con la distancia y la mirilla,
recorro el espacio imaginario.
Elijo el objetivo.
Soy un cazador de sueños, sin su presa.

Zooilógico

Vampiro

– Sangre de mi sangre: es la frase ideal para describir mi linaje. Serán como yo, pensaba el vampiro. Había llegado el momento de ver parir a su pareja.

– Sangre de mi sangre, se repitió mientras recordaba que no sabía cuán contaminada estaba su sangre después de haber saciado su sed en tantos seres.

Dicho esto, reparó en que antes de aumentar su prole debió transfundir su sangre y dijo:

– una cosa es que sean sangre de mi propia sangre y otra diferente es jugar a la ruleta rusa con la genética, pero ya es demasiado tarde.

Mantis religiosa

– ¡Esas manos en posición de oración!

Pensó el macho mirando la hembra sobre una rama, dejándose atraer por los ojos saltones y la intención solapada.

– Tal vez sea un buen momento para poseerla y saltó sobre ella.

De inmediato la hembra dejó su máscara y una vez consumó el acto lo devoró sin conmiseración. Luego, adoptó nuevamente su actitud religiosa juntando las manos.

Rana

De una vez les digo: “no me vengan con el cuento ese de que si una princesa me besa me convierto en príncipe; después de que he visto cómo se comportan los seres humanos, prefiero seguir siendo un batracio”.

No. Así no

¿Quién te dijo que tu vida era lo que me faltaba para sentirme viva? ¡Tu vida! Asida a la mía con tiritas de papel y pegamento casero; unida con puntaditas de hilo color carne para que no se notara que estaba cosida. ¿Pensaste que, al tejer nuestras historias, a tu acomodo, se fortalecería también la historia mía? ¿No has notado que cuando mi urdimbre se reforzaba, tu trama mostraba su verdadera cara y mi biografía desaparecía?  

No. Así no requiero tu vida.

Tu vida… prisionera de tu no ser. Saliendo a flote en cada esquina, de manera socarrona, perturbada, abatida. Confundiéndome con tus fantasías. No preciso de ti cuando te encarnizas pretendiendo enseñarme cómo debería ser mi yo. No intentes modelar mi arcilla, ni hacer una falsa escultura con tus manos encubiertas.

No. Así no me aporta tu vida.

Ni que hablar de los relatos, de cómo atiborras pedazos de papel con el libreto de lo que debe ser mi existencia, novelándome a tu conveniencia. Te deshaces en lamentos cuando no tienes argumentos. Es tu yo, proyectado en mí, lo único que ansías.


No. Así no me contribuye tu vida.

Inmerso en noches de placer, solo a través de mi cuerpo encuentras las respuestas requeridas. No más. No más en nombre de un amor que me intoxica. No proyectes mi vida como tú te la imaginas. No soy una prolongación tuya. Te equivocas cuando piensas que a eso pueda llamarse compañía. No necesito que me diseñes, que me esboces, que me inventes. Para ser el yo que me represente, debo trabajar por una vida. La mía.

Recuperemos el tiempo para la nostalgia

No estoy segura ni del lugar ni del año en que estábamos. Sé que fue en alguna etapa de mi vida reciente cuando mi madre mirándome a los ojos me dijo:

– Contémplame. Soy de las últimas sobrevivientes de una época en la que siempre podíamos experimentar lo que se sentía al evocar el pasado, no solamente recordar el pasado, sino ser conscientes de cómo habíamos sido parte de cada acto que realizábamos. ¿Por qué siempre estás haciendo tantas cosas al mismo tiempo? Hoy ya no pienso en que llegará el día en que no haya tiempo para sentir nostalgia, creo que ya esa hora ha llegado. Vivimos en una época en la que se acabó el tiempo para sentir y disfrutar de la nostalgia. No se vive el presente con detenimiento, lo que hace que después no se tengan plantadas las reminiscencias, como una fotografía en el alma, y así no se puede apelar de manera inequívoca a la memoria.

No creo que, en mi caso, en lo que concierne a la memoria y la nostalgia, todo haya sido tal como lo retrata mi madre. Me explico. Creo que, por lo menos, hubo una  parte de mi vida en la cual, sin mucha conciencia, disfrutaba el momento sin distraerme con otras actividades. De hecho, son los instantes a los que tengo anclada mi infancia, mi adolescencia y mi juventud, pero cuando empiezo a hablar de adultez, concuerdo con ella, la cosa va cambiando.

La nostalgia, dicen algunos, es lo que queda cuando ya el amor no está; lo que aflora al recordar con alegría el pasado mientras se piensa que no volverá o lo que se siente cuando se cree que es posible que aquello tan lejano se avecine. Es aquí en la adultez cuando surgen mis preguntas. ¿Cómo recordar el ayer, con detalles, si al momento de vivirlo coexistimos con tantos instantes que hacen que a futuro tengamos una amalgama de recuerdos, con fechas que no se pueden rescatar, ausencia de detalles de ese mundo en que cohabitamos, emociones que no recordamos haber sentido e incluso hechos que, para nosotros, sucedieron en un tiempo diferente al que otros recuerdan? Fue como adulta cuando comencé a vivir entre lo que inició siendo un murmullo y ahora es un bullicio inexorable, en donde la primera voz que se silenció fue la mía, para darle paso a tantos “tengo que hacer” y a una cantidad de cosas que, sin tener que ser realizadas hoy, voy colgando a mi lista de pendientes. Me volví adicta a mí y una juez implacable que revisa a diario el cumplimiento de mis tareas: cosas para organizar, para comprar, para cambiar, pero no para vivir. El día no alcanza. Es así como vamos deviniendo en zombis sin memoria al detalle, caminando entre la luz que nos ofrece el nuevo día y nuestras propias sombras. Esta versión de mí, en la que me he convertido, es incompleta. Tantas veces no estoy atenta a lo que hago por lo que después no recuerdo si realmente lo hice y lo olvidé o si no lo hice. Así las cosas, mi propia versión no se completa.

No hablo de que se pierda el norte, el norte sigue estando claro, lo que siento es que el relato de nuestra propia vida pasa de ser una historia a una novela, un cuento, un ensayo, para terminar siendo esa ficción o fantasía que construimos con los retazos de las remembranzas, que desenterramos de donde habían sido sepultadas antes de que les pasara por encima una reescritura, convirtiendo la vida en un palimpsesto en donde la última vivencia es la que recordamos, olvidando que ha sido escrita sobre las verdaderas historias de las que ya no nos acordamos. No digo que esto suceda siempre, pero es bastante frecuente que en la adultez no podamos evocar los detalles de cómo se llenaba de plenitud el corazón cuando el viento nos despeinaba, cuando el calor nos abarrotaba. El recuerdo de la lluvia, aquella alegría con la que regresábamos a casa, con temor a una reprimenda y con una cantidad de barro proporcional a lo que hubiéramos disfrutado, está en la memoria de la niñez.

A la velocidad en la que nos hemos visto envueltos, nos dedicamos no a gastar la vida sino a desgastarla, sin pensar, sin disfrutar, sucumbiendo al hastío del tener que hacer las mismas cosas, asumiendo la rutina; rutina en la que nos vamos sumergiendo por la falta de tiempo para contemplar otras posibilidades, para decidir si queremos ir de frente, si sería mejor devolvernos y tomar varias veces el mismo camino, luchando por mantenernos en el centro.

Las horas del reloj marcan las veinticuatro, pero a mí no me alcanzaron sino para hacer lo que se hace en veinte. Me levanto pensando que es lunes, que no ha despegado la semana, pero mi calendario muestra que el domingo pasó hace dos días. ¿En qué momento perdí un día? Más de lo mismo, de lo mismo, sin disfrute. Estamos en el último mes del año y todavía no nos hemos recuperado de las fiestas infantiles del fin de octubre. No hemos terminado de guardar en el armario la ropa de verano, que ya no usamos, y ya estamos sacando la de invierno. Para de correr, me digo, la vida es una sola y no creo que pueda recordarla sino paro de correr. La vida es lo que me queda cuando paro de correr. Esa es la vida. El afán, para todo, de manera desmedida y como hábito, muchas veces no lleva a ningún lugar y sí hace que tantas veces abortemos los proyectos antes de llegar al destino donde la jornada debería finalizar. Diferente este afán al del caso de aquella velocidad beneficiosa que le inyectamos a la vida con una finalidad consciente.

¿Cómo pedir el milagro de otro día si todavía no se ha vivido el de hoy, si muchas de las horas que marca el reloj, para nosotros han sido horas huecas, no vividas?

Ahora es de noche y siento que el tiempo corre más lento, pero es el mismo tiempo. Antes, cuando escribía a mano sentía que disfrutaba las horas, incluso a veces percibía como si se hubiera detenido el tiempo. Ahora el computador, como otros medios electrónicos, exponencia la carrera, ni siquiera tengo que teclear todas las letras; el auto corrector me completa las palabras y así dando saltitos del teclado a la página a veces, ni siquiera alcanzo a leer todo lo que escribo. Debo llenarme de la ilusión de que lo que no termine hoy, mañana tiene una oportunidad. ¿Bajo qué condiciones “no dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy” tiene validez? ¿Por qué ponerle otra meta a mi día? No puedo seguir en la angustia de coleccionar una lista de cosas no terminadas al llegar la noche y sucumbir a la ansiedad por el incumplimiento de mis obligaciones.

Añoranza, remembranzas que nos den cabida a la nostalgia, que permitan que la biografía sea escrita por nosotros, con la velocidad contenida, conscientes de cada acto, sin saltarnos las emociones, seguros de que cuando el reloj deje de ser el dueño de nuestras vidas regresarán las horas para la contemplación, el ensimismamiento y la reflexión y ganaremos nuevamente el derecho sobre nuestro propio tiempo.

Vengo del después

Vengo del futuro y allí no te encontré; no te descubrí, pero hallé tu recuerdo. Fui a buscarte sin saber si habías llegado o si llegarías más tarde. Vengo del mañana a donde me encaminé sin conocer la ruta, sin tener un trayecto marcado.

Nuestra historia se lee hoy, hacia adelante; como una biografía inversa. Déjame seguir en tu presente, sumemos cicatrices. No quiero que haya otro tú, no quiero que en mi vida haya huellas de más nadie. Te hablo de algo que llaman amor. No deberías asombrarte. ¿Cuánta ternura se puede haber perdido en ese viaje? Tengo miedo del futuro, del día en que comenzaré a extrañarte. ¿Cómo viviré cuando me arrebaten el alma y los pedazos, lanzados al viento, no puedan articularse? No habrá verso que complete los espacios compartidos, los silencios deslumbrantes, las ventanas medio abiertas, las puertas medio cerradas, un corazón que no late soñando con encontrarte.

Jamás pensaría en adelantar un viaje hacia el olvido a manera de venganza. No quiero que el olvido opaque tu recuerdo. No es “el olvido que seremos” el que me preocupa; es el de hoy. Me niego a que seas, desde ya, olvido dentro de mí. Se ensombrecerían tantas cosas. Tendría que empezar a entrenarme en olvidar cómo será olvidarte. Se desvanecerían los hábitos de las tardes, el tiempo que compartimos, los libros que una vez leímos, pero a ti, a ti… me negaría a desdibujarte. Ahora que estoy de regreso te busco para que de mí te apiades. No adivino tus razones, pero tú muy bien las sabes. Me disfrazo de mí mismo para saber dónde hallarte, pero este disfraz no sirve. Necesito disfrazarme de ti para entender dónde te quedaste. Solo me queda suplicar que no desaparezca de mis manos la esperanza. Clausúrame, consúmeme, escóndeme en un nido de mentiras. Ven a vivir a mi rincón. Quiero impedirle el vuelo a esta bandada de recuerdos.

¿Cómo se deshace o se detiene el tiempo? Las implacables agujas del reloj siempre van hacia adelante. Despiadadas, inclementes, inexorables. ¿Cómo dejo de correr para no alcanzar el futuro, para evitar que me destruya tu no presencia y que mis manos queden vacías de esperanza? No hay oráculo que responda, ni amuleto con el que pueda salvarme. Si tú te vas, te llevas toda la senda por la que hemos andado; a mí me quedará lo que aún no hemos vivido, lo que nos falta por caminar. Conmigo se eternizará la vida sin ti.

¿Por qué no desapareciste antes de encontrarnos?

Vengo del futuro, de ese futuro que anda sin control esperando que lo alcancemos. No sé cómo será vivir allí, entre el no tenerte y el no poder olvidarte. Hoy sigo a tu lado a sabiendas de que el mañana me depara: las sombras de tu amor, la noche que no termina, la ansiedad por tu voz que no llega, el dolor del tiempo que ya no se comparte, un rostro que se difumina entre veladuras, una muerte anticipada por vivir en el vacío. Lo sé. A pesar de todo eso hoy elijo mantenerme en el presente, quedarme en la oscuridad de mi extravío, en el silencio fugaz de no escucharte, en la niebla invisible del destino, así después me arrope la certeza de tu ausencia y se haga infinita la espera, así después ya no pueda inventarte.

Tres microfragmentos I

  • Encrucijada

Tan pronto llegó a donde el camino se dividía y la vio parada en el sendero de la izquierda tomó esa dirección, sin pensarlo dos veces, aunque estaba seguro de que el mejor camino, el que más le convenía, era el de la derecha.  

  • Mundos paralelos

-Qué patético sería confirmar que hay mundos paralelos y ser consciente, en uno de ellos, de con quien estoy viviendo en este -le dice mi amigo a su novia-.

-¿Por qué?, le pregunta ella, para mí es más patético darme cuenta, en este mundo, de lo que me estoy perdiendo por vivir con alguien con quien no viviría en ese otro universo.

  • Le tengo rabia al silencio

Rompió el mutismo y mientras me miraba me dijo:  -¡Amo tanto el silencio!… En él yo pienso en ti. 

Entonces comprendí porqué no me gustaba el silencio.  Le respondí:  -En cambio yo, detesto el silencio, porque en él yo también pienso en mí.

A los pies del Subasio

Presa estoy en un campo de girasoles, en la última curva del camino; no al lado, sino en medio del camino, frente a redondeles de heno que salpican la tierra. Rodeada de olivos y viñedos que se levantan sobre un suelo de color siena tostado y bajo un cielo que anuncia que es tiempo de escupir el otoño. Cautiva estoy, en un universo verde.

La inmensidad se filtra por mis poros, respiro a fondo el aire que en ocasiones he encontrado irrespirable. Me pierdo embelesada en las faldas del Subasio de donde brota un seráfico paisaje en piedra rosácea y crema: Assisi, recostado con dulzura en la base del monte. Teñido de tonos que extienden la aurora hasta altas horas de la mañana y adelantan el atardecer para que empiece antes de tiempo. A las cinco, suenan a rebato las campanas conversando, unas con otras, como lo hacen desde hace más de quinientos años. El pueblo flota en el corazón verde de Italia, se pierde en la lejanía de la misma forma en que mi conciencia se pierde en la plenitud. No me hace falta conocer los detalles para sentir cómo se conmueve el alma cuando se embebe en el silencio contemplando los mensajes invisibles que se desvanecen en el aire. El corazón se empapa del lento trasegar de la vida de los alrededores.

Aquí no me atormenta el sinsentido, todo lo que llega se queda en mí. Yo, hoy no estoy haciendo nada; lo que a mi alrededor sucede, de mí no escapa. No necesito apresar esta plenitud en unas líneas, con sobrevivir a esta sobredosis de estar viva tengo y me basta. Sobrevivir así no debe ser una vergüenza.

Me asusta tener que definir el sentimiento. Me da miedo contagiarme de quienes no pueden hacerlo. No quiero comenzar a tener alergias en el alma. Aquí, despacito, se desparrama la vida cual pote de miel que se voltea gota a gota, lenta, pesadamente. No importa a donde caiga, nos va salpicando a todos. Se derrama. 

Es necesario tener tiempo para estar solos. ¿Cómo silenciar el silencio? En este lugar el único peligro es estar vivos, me viene a la memoria una canción: «me gusta estar al lado del camino, fumando el humo mientras todo pasa», pero yo no quiero vivir al lado del camino, quiero estar en el medio y ser parte de lo que pasa.