Un día el patio se llenó de hojas, pero no era otoño. No siempre que se caían las hojas era otoño. Miraba a través de la ventana, hacía frío. Quizá estaba empezando el invierno. El árbol estaba casi desnudo. Yo estaba cubierta, sin embargo, lo que tenía puesto no era suficiente para arroparme el alma. A mí me gustaba asomarme, asomarme a cualquier parte.
Hacía muchos años, me había asomado por primera vez. No recordaba los detalles. En esa ocasión después de estar cómoda en el único espacio que conocía, me asomé. Inicié mi vida por fuera de “mi burbuja”. Desde ese momento asomarme se convirtió en un vicio.
En muchas ocasiones me asomé a la vida de otros: para buscar el enemigo, para llenar la vacuidad, para desafiar el peligro, para aprender la palabra, para entender las razones, para habitar el espacio, para cortarme las alas, para contener la rabia, para perseguir las ideas, para llenarme de faltas.
Alguna vez, con esmero, me asomé a los ojos de él: para compartir los pecados, para mitigar el deseo, para besarnos en la cama, para perder el sentido, para saber si le hacía falta, para fumarnos las ganas, para purgarnos las almas.
Hace unos pocos días me asomé a mí misma. Era curioso. Era como si pudiera, desde afuera de mi cuerpo, entrar a través de mis ojos. Cogí con delicadeza mis párpados, los abrí un poco más de lo normal, con cuidado, con temor a no caber dentro de mí. Pero sí cupe. Era la primera vez que me zambullía verdaderamente en mi interior. Me asomé a mi historia. Fue difícil, la memoria fabrica fantasmas. Quise liberar algunos recuerdos, sumirlos en el olvido. No había chance, me vi desnuda. Le abrí la puerta a lo que ya no servía, a mucho de lo que me atormentaba y luego, con cuidado, tapié las ventanas para que no se escaparan algunas de aquellas cosas que ya no me acongojaban. A partir de ese día, me quedé conmigo misma. Hoy ya no busco un resquicio por donde asomarme.