Estoy cosida a la tierra, con las agujas y los hilos con los que mis mayores tejieron la vida y, en medio de la trama y de la urdimbre, a veces me veo flotar entre una puerta de entrada y una ventana de salida.

Cosida a la tierra estoy, como si conmigo hubiera que cerrar unas rendijas, como si se debiera fundir mi espacio con mi tiempo dándole una razón a mi presencia.

A la tierra estoy cosida, pegada al barro que se acumula en las orillas de los ríos. Cuando su caudal crece, me agito con ellos, como parte del papel que desempeño, habitando dentro de esta piel a la que se abraza mi espíritu de manera desmedida.

Estoy cosida a la tierra, a esta tierra que no es solo mía, la tierra a la que me envió «el ordenador» desde aquel tiempo, y a través de todos los tiempos, cuando tomó prestada una costilla.

Cosida a la tierra voy. Cuando camino sobre ella siento como los hilos que nos unen se extienden, como elásticos, permitiendo que me mueva sin que importe el rumbo, ni que sea un poco a la deriva.

A la tierra estoy prendida, y conmigo mi equipaje. Cada cosa que atesoro allí va quedando zurcida, recompuesta, enhebrada a esos parajes donde también se ha ido hilvanando la vida. Sin embargo, cuando deshabite esta piel debo hacerlo recordando una cosa que a ratos se me olvida: que esto no comenzó conmigo, que solo hago parte de un juego al que llegué cuando otros también llegaban, pero ya algunos iban de salida.