A Pipe y Gino corazones que no caben en un cuerpo

Yo les juro que traté.

Cuando me dijo: «póngase en mis zapatos» lo intenté; pensé en cómo sería sentir el hambre en un estómago tan vacío, en ese estómago que siente que la piel se pega a las tripas y pasa las horas acumulando jugos gástricos, pero no lo conseguí.

Me miró en silencio. Me repitió:  «Míreme, ¿cree que es fácil?, póngase en mis zapatos». Lo volví a intentar, lo juro. Cerré los ojos y solo vi una cama confortable, donde sobraba todo, donde no faltaba nada.

«Creo que no me ha entendido» me dijo, notando en mi expresión que yo no lo lograba; rascándose desesperadamente la maraña de cabello que tapaba parte de su cara. «No lo entenderá nunca si no se pone en mis zapatos». Esta vez lo observé con mayor atención, pero al bajar la mirada y detallar sus brazos no sentí el escozor de sus llagas, ni esa mugre que, pegada a su piel, parecía otra dermis, no noté la falta de sus dientes, ni su mirada extraviada, ni sus bolsillos vacíos, ni su olor a calle, a privación. La desgracia no olía, así que cuando me dijo por última vez «póngase en mis zapatos» lo miré de frente, lo miré con su hambre, le miré su dolor, lo miré con tristeza, lo miré con ternura, lo miré con la rabia contenida, y entendí por qué era tan difícil ponerme en sus zapatos. Aquel pobre hombre, que no tenía casi nada, tampoco tenía zapatos.

Entonces: me miré con vergüenza.