Fabricando tu recuerdo

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

Miguel Hernández, “Elegía a Ramón Sijé”

Hoy encontré, en un álbum de viejas fotografías, aquella imagen tuya en blanco y negro, esa que en su reverso tiene solo una estampilla y una fecha: agosto de 1930. Nada más: ni un nombre, ni una ciudad, ni una dedicatoria. De inmediato me propongo fabricar tu recuerdo sin mucha ayuda de la memoria. Atrapar tu figura, hacerla mía; aventurarme a hacer de ti una historia remendada con los trocitos de lo que alguna vez escuché. En desorden, sin afanes, sin que importe que el tiempo se detuvo para ti, mientras a mí me devora la impaciencia cuando al escuchar el tic y el tac descubro que tu imagen no se concreta, que no logro que proyectes tu propia sombra para que puedas convertirte en mi verdad.

Miro tus ojos, ¿de qué color serían? Creo que alguien mencionó que eran verde aceituna, o quizás sería yo, en mi afán de construirte, quien te los dibujó de ese tono. Tus ojos miran de frente y me da miedo la inmensidad del universo que nos separa. Hay tanta melancolía en tus ojos como nostalgia en mí.

¡Detrás de tu frente, coronada por ese cabello negro azabache, escondiste tantos pensamientos! No sé dónde quedó el otro extremo del cordón que nos ata como familia, tus raíces quedaron sepultadas en el lugar del que huiste. ¿Hablabas de la vida que dejaste en Italia luego de que las trincheras se llenaran de humo y detrás del humo desaparecieran los nombres conocidos? ¿Quisiste volver a dónde habías partido? Volver a esa playa en donde, según contaba mi abuela, se quedó sentada una anciana mujer ataviada con un pañuelo en la cabeza, vestida de negro, haciendo un duelo prematuro desde antes de que levantaras velas.

Tu voz. A veces fantaseo con su sonido. Sor Octavia repetía, tantas veces, que tu canto rebasó distancias, penetró mil oídos, colmó capillas y fue codiciado por otros seminaristas; la muerte raptó tu voz haciendo imposible que yo hubiera escuchado en alguna ocasión tu “Ave María”. Tus vocablos se deshacen en pedacitos, en sílabas que desaparecen sin que pueda llegar a comprenderlas. ¿Cómo se moverían tus labios en aquella boca que, detrás de un cerrojo, jamás dejó escapar un susurro para mí? Me ilusiono esperando que arda en el viento tu historia nunca contada. Necesito impedir que seas solo silencio. Conjeturo. Te invento pecados compartidos, cicatrices que quisiera reconocer esperando que sean tu sello; no quiero saber de aquellas invisibles con las que uno marcha camino del infierno.

Tus manos sostienen con suavidad otra fotografía y el silencio ronda la imagen de los dos. Si por lo menos tu mano hubiera estampado una firma confirmaría que fuiste real, como real fue mi padre que viene de ti y me precede. Tu mano asiría una pluma, la tinta mancharía el papel dejando una herida que haría visible tu rastro. ¡Cómo saborearía ahora tus palabras atrapadas en los renglones! Te fuiste sin rozar mi mano. Entre tú y yo hay un cristal que, aunque me deja verte, me impide tocarte. Tus manos, que mimaron las mulas que te acompañaban como agente viajero, no acariciaron las mías.

¡Qué lejos quedó el horizonte que mirabas! Se fue la tarde como te fuiste tú, sin saber que te habías ido. ¿Con quién te encontró soñando el alba? Dime en qué playa quedó enterrada tu vida para escarbar la tierra con mis manos hasta encontrar el misterio de tu existencia.

Nunca envejeciste, sentado por casi cien años en la misma silla, en la misma posición, con la misma mirada. No se marchitó tu piel. La vejez no pudo roer tu cuerpo. La muerte no tuvo piedad de mí cuando a ti te mutiló las alas. No hubo forma de evitar que las Moiras cortaran el hilo vital, nadie pudo arrebatarle tu vida a las zarpas de la muerte. Para que estés conmigo, solo me queda inventarte, tal vez así tu figura no acabe de sumirse en las tinieblas y pueda convivir tu muerte con mi vida. Cincelo tu imagen como si fuera de cera, pero en lugar de construirte, con cada golpe del estilete te me vas desvaneciendo, te desangras y soy consciente de la herida, no de la tuya sino de la mía.

Antes de que te olvide, he fabricado un recuerdo donde eres todo lo que ya no está, «lo otro», lo que se quedó sin decir, lo que no adivino, lo que me invento, la mancha en blanco y negro en el papel que se hace figura, la mano fría que no siento, el sendero que me hubiera gustado recorrer, el destino al que hubiera querido llegar. No lo sé. Hoy hubiera querido que el final de las historias que se contaban en familia fuera diferente; hubiera querido que aquellas hechiceras que equivocaban tu camino por las sabanas de Bolívar no te hubieran permitido encontrar la senda de regreso, que hubieras enfilado tu ruta hasta aquí, para cumplir la cita en tu futuro, donde siempre te he esperado.

Despedida

Que no me importaba el café, que no me interesaba, me digo ahora tratando de no entrar en discusiones con ese yo interno que cuando no estoy de acuerdo con él me desafía; que a mí no me gustaba tanto, que no era necesario en mi vida, que no era un hábito, menos aún un vicio.

Algo va de lo que recuerdo a lo que digo que estoy recordando; lo cierto es que desde que era muy niña ya el café había comenzado a tener importancia para mí. Era la otra piel de mi padre y de mi abuela. A las 5 de la mañana ya la casa estaba inundada con ese olor que es imposible borrar del olfato. No hace falta tener una nariz especial, predestinada a captar ese tipo de aromas. Cualquiera sabe a qué huele una taza de café recién preparado. El caso de mi madre era diferente. Ella no lo tomaba puro, no le daba tanta importancia a esa bebida, solo vaciaba un “tris” de café sobre la leche. No creo que mi madre hubiera sido la ruta por la que yo heredé lo que primero fue una afición y luego, con el tiempo, se fue convirtiendo en una adicción.

De niña gozaba robándole un par de cucharaditas a la taza de mi abuela. Ella sabía que yo lo hacía, pero prefería no mirar, así ni me lo prohibía ni me daba su consentimiento. No logro precisar si el sabor amargo, poco usual entre los niños de mi edad, me resultaba agradable o si era solo una manía que quizás me hacía pensar que ya era adulta.

En la universidad el café se convirtió en otra cosa. Allí fue donde la afición comenzó a migrar hacia la adicción. La cafetería de la facultad era un sitio de encuentro entre cigarrillos y tintos; en la cafetería nos dejábamos ser entre el chismorreo y los humos: el del cigarrillo y el del café. Por esa época la adicción se hizo más fuerte. Lo necesitaba para mantenerme activa al levantarme, para después del almuerzo, para permanecer despierta en la madrugada; lo entretejí con ciertos instantes de mi vida. Para todo era importante tenerlo a mano, tanto así que con una taza entraba a clase al tiempo que otros no se desprendían de sus cigarrillos. Más adelante hice de él un hábito con horario, cada dos horas, sin falta, me animaba a buscar uno.

No disminuí la ingesta en la “dulce espera” parecía como si su amarguito le fuera muy bien a tanto dulce. Llegaron los hijos, proliferaron las reuniones sociales en las que nunca fue mal recibido; poco a poco comencé a sentir el “cafesito” como un miembro más de la familia. Seguramente muchos años antes de esa época ya se consideraba el café como el responsable de algunos problemas de salud; seguramente era así, pero prefiero no recordarlo. Así que, entre lo que sabía que era una adicción (aunque me mintiera) y el placer de la compañía de amigos con un café, seguí engañándome hasta que llegó el día en que mi médico de cabecera conceptuó que los síntomas que estaba presentando podrían ser ocasionados por el consumo de cafeína.

Comenzó mi vía crucis, no debía desprenderme del café poco a poco, debía terminar mi relación con él de una vez por todas. No valdría ni que disminuyera la concentración ni el número de tomas al día. Debía suspenderlo. Busqué culpables sin rasgarme las vestiduras. ¿Habría sido por vía de mi padre que había heredado el placer o era un vicio social adquirido? A la fecha no he descubierto al causante del disfrute, al responsable del inmenso placer que siento al degustarlo. Traté de embaucarme con la idea de que lo consumía para relajarme, disminuir el stress, sentir compañía. Cualquier día me descubrí organizando un pequeño termo para ingerirlo incluso en el transporte, para evitar el desasosiego de un largo trecho sin él.  Recordé que alguna vez de paso por el cono sur cuestioné la existencia de máquinas dispensadoras de agua caliente para la yerba mate como si en nuestro país no hubiera máquinas dispensadoras de café; sin percatarme de que yo misma me había convertido en una de ellas. Ese día tuve que aceptar que vivía en un círculo vicioso, entre más café tomaba más café deseaba. Mi cuerpo se había hecho uno con él, lo necesitaba para estar activa.

Empecé entonces por disminuirlo. El olor de la cafetera en las mañanas me produjo, por algunos días, una sensación de pérdida: se me escapaba algo que había sido muy querido por mí. Confieso que jamás he llegado al extremo de los fumadores que recolectan colillas apagadas. Juro que jamás he revisado si en los pocillos que permanecen en las mesas ha quedado rezagado algún sorbo, por lo menos eso creo. Por ahora he vuelto a la pequeña cuchara, como en la época de mi abuela, para hurtar dos cucharaditas de la taza de quien vaya a beber un tinto frente a mí; me he descubierto siguiendo el rastro de los aromas en algunos sitios públicos, intentando satisfacer la necesidad a través del olfato. Pobre solución, ser un barista solamente olfativo; sin embargo, con el tiempo el sentimiento se ha ido aunando al convencimiento de que, desaparecidos algunos síntomas con la disminución del café, lo mejor será que me tome una última taza y me persuada de que es inminente despedir ese placer de manera definitiva.

Soñar

Sueño que estoy soñando: me veo correr tras un sueño, persiguiendo un espejismo que no quiere dejarse atrapar. A veces percibo que lo alcanzo y me alineo con él, pero la realidad, que se me presenta incuestionable, es que cuando intento asirlo se me escapa.

Hay ocasiones donde interrumpo esa visión imaginándome despierto. Creo despertarme. Me observo fluir entre la vigilia y el duermevela. Sospecho que mis ojos se han abierto: sobre la cama hay una gran cantidad de… de no sé cómo definir, de pequeños relatos que se miran entre sí, pero yo no los comprendo; de historias sin final que me observan mientras me invitan a ser parte de ellas, puertas que se cierran cuando intento pasar, espejos que me sonríen mientras me invitan a cruzar, jaulas llenas de pájaros que me alientan a entrar, escaleras que no llevan a ninguna parte, ventanas que nunca han sido abiertas.


Otras veces ya no creo, estoy seguro de que me despierto. Ayer, nada más, encontré que de la cama se habían caído tantos sueños, al poner los pies sobre el suelo descubrí el rastro de ellos: algunos perdidos sin saber que solo eran sueños, otros buscando una rendija por donde escabullirse, pero todos generándome incertidumbre por no saber si eran auténticos. Entro de nuevo en el trance, en el juego infeliz de adivinar si sueño o no, mientras veo cómo aquellos que se quedaron están un poco abandonados, así no más, sin culpa, sin remordimientos.


Hoy me embarga la sensación de que he llorado mientras he soñado y no he podido despertar a pesar de que el dolor se hacía más intenso. Quise querer soñar lo que quisiera, pensando que podría llegar hasta tus confines con un ejército infinito de sueños, pero uno de ellos, el que más ansiaba, se quedó columpiándose en la almohada y tuve que rendirme ante el hecho de que allí, en la noche, estaba perdida la batalla. Quise poder soñar lo que quisiera, creyendo que podría proceder a mi antojo porque solo eran sueños, imposible, hoy he tenido que conformarme con soñar que estoy despierto.

Reminiscencias


Hay un lugar en donde las montañas italianas comienzan a desvanecerse, el verde de las colinas se mezcla muy pronto con el azul del firmamento y las cimas se levantan perezosamente, apenas alzándose un poco del suelo. Allí, en uno de esos lugares, los acantilados del Tirreno hacen su aparición dejando que las olas rocen con finura tanto las arenas de sus costas como los peñascos que, anclados en la orilla, miran con indiferencia el horizonte. El mar lame los guijarros, para alejarse luego, dejando como único testigo de su presencia una espuma salada, presencia fugaz que se desvanece en pocos segundos sembrando la duda de si el mar estuvo o no allí. Hacia el sur, poco a poco, se ingresa en una región que cambia de nombre. Sobre el costado izquierdo de la vía, se levanta un Vesubio al que se le adjudican sucesos infames, actuares asesinos sobre dos poblaciones que no se dieron cuenta de cómo, en una noche, desaparecían: Pompeya y Herculano. No quedó un corazón que pudiera guardar luto por sus muertos.

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Cualquier día, apenas amanece, el cielo se va entintando de colores. Atrás queda el norte, el paisaje cambia radicalmente. La tierra se reseca, los gigantes de madera de Cervantes, de brazos largos, robustos, cambiaron su armadura por una metálica y brotan de todas partes. En cualquier parte un bosquecito de olivos a la orilla de la vía que, sin alambradas, invita a escuchar entre sus ramas un gorjeo desafinado: el canto de un pájaro en la madrugada. Las últimas gotas de rocío son puestas, por las manos de las hadas, sobre las tiernas hojas de un árbol cuyo tronco retorcido, lleno de huecos que parecen cavernas, le sirve de posada al pajarillo permitiendo que entreteja en su interior, con delgados hilos de corteza, con espinas que han caído de otras ramas, y hasta con algunas astillas de frutos secos que al rodar rajaron la semilla. Sella dulcemente el nido con minúsculos residuos de arena que el viento ha esparcido sobre algunas cavidades. Cubre sus secretos de valor incalculable. El pájaro no sabe de arquitectura, pero la hembra tiene en su interior el espíritu maternal alborotado e intuye que deben hacer lo mejor para albergar entre los huecos del tronco los huevecillos que se convertirán en su familia.

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Hay un desfiladero lleno de senderos que no llevan a ningún lugar, camino a través de un valle inundado de diente de león. Tomo una flor, la sostengo en mi mano, la miro detalladamente, pido un deseo, soplo. Las hélices se diseminan de manera independiente. Con el aire expelido por mi boca, comienza un aleteo, mientras se aventuran a volar abriéndose paso por entre el sinfín de puntos invisibles de polvo que se han levantado con el viento que ahora corre por entre las copas de unos pocos árboles. En mi interior sigo escuchando el canto desafinado del pájaro en una madrugada. 

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Viene desplomándose la noche, se prenden las luminarias. Hay tantas sombras que algunas aprovechan a escapar de donde, escondidas, no tenían vida. Su parto se da tras un rayo de luz que entra por la ventana, la danza de esas figuras que creía inmóviles me despierta el deseo de anclar mi vida a las emociones vividas, pero hoy al voltear  mi cabeza, todo es solo un punto en el horizonte.

Lasciami andare

– No sé en dónde dejé las llaves, pero igual tengo que subir. El ascensor se demora. Tiempo para pensar, tiempo para adivinar la razón de esta cita. No quiero comenzar a intuir. Debo subir, me dije, y aquí estoy.

La pantalla muestra el nivel 10, 11, 12 y por fin: piso 13. Reviso nuevamente el fondo de mi cartera. Dentro de un pequeño bolsillo: las llaves. Introduzco una de ellas en la cerradura. Abro la puerta. La ventana está completamente abierta. Una fuerte brisa sopla por todos lados. Una hoja de papel se mueve con el viento a través del espacio. La tomo, comienzo a leerla y de inmediato reconozco su caligrafía:

«Me gusta este lugar, decía, con sus puertas y ventanas, las puertas que giran sobre sus goznes abriéndose lentamente tanto para dejar entrar la mañana como para dejar escapar la noche. Me gustan igualmente las ventanas, esos pequeños ojos que dejan pasar las luces por cualquier rendija, aunque estén medio cerradas. Luces que hieren los cristales hasta perforar el alma. Afortunadamente ahora hay luz, solo puedo sentir miedo cuando la luz se enciende. Nunca he podido buscarme, sin luz, a media noche; sabes que moriría si sintiera miedo y la luz está apagada. Sé también que sabes cuántas veces, a pesar del miedo, he intentado escapar, romper con la rutina, el tedio, la saturación. Llevo tiempo comprometida con mirar, diría mejor con mirarme. Estoy infectada de mí. No puedo negarlo.

Hoy, en esta vivienda tan deshabitada como yo, busco con agonía dentro de los armarios. Aquí tampoco encuentro el contra para el hastío, para la desazón. No existe una vacuna. Pienso en si será mejor llegar a ser o dejarme ir sin haberlo logrado. Es imposible convivir conmigo misma, con este ser como soy, con esta mente llena de quisiera ser, con la podredumbre de la vida dándome vueltas. Siento el acecho de aquello que está próximo. Realizo los movimientos de costumbre en el sentido de las manecillas del reloj, siempre a la derecha, siempre a la derecha, a la derecha. ¿Qué pasaría si me hubiera detenido por un segundo? ¿Si de improviso hubiera comenzado a girar en la dirección contraria, si me hubiera vuelto zurda, si me contagiara de quienes se aventuran a romper sus paradigmas? Podría girar en sentido opuesto a lo esperado, acurrucarme, esconderme dentro de un gran reloj para, desde allí, mover a mi antojo las manecillas, detenerlas, mirar hacia afuera. ¿Las cosas irían al revés? Jamás me agaché por debajo de un espejo para no verme. ¿Por qué no intenté esconderme de mí?

No fui capaz de perderme o tal vez me perdí y lo que no supe fue encontrarme. Me camuflé con la multitud y no pude volver a ser ni blanca ni negra, me fui volviendo gris para fluir con el tumulto dejándome llevar. Estoy emparedada tras un muro mental. Saciada de cansancio por lo mismo; atiborrada de desgano, de abatimiento, de la desgastante lista de resbalones, de equivocaciones con las que me he ido intoxicando.

Quise llegar a mí misma, dejar de mirar la vida hacia atrás sobre mi hombro. Busqué constantemente mi futuro, pero me encontré atrapada en los escombros del pasado. Las luces del pasado se filtraron como recuerdos. Luché por no seguir parándome sobre mis propias huellas.

Ahora me tropiezo con alguien, pero estoy sola. Me tropiezo conmigo misma. Es extraño, de nuevo me siento completamente distante de mí, en mi interior soy extranjera. ¿Habré sido desterrada de mí? Soy ajena a mí como a partir de hoy te será ajena mi historia. Me observo: solo aterradores precipicios, barrancos, despeñaderos. Intento coexistir con mi presencia. Me veo esperándome, estando donde tendría que estar; sin embargo estar a mi lado es lo más parecido a no estar; continúo preguntándome si yo soy mi único problema, si lo que más me convendría es estar lejos de mí.

Llevo mucho tiempo pidiéndole un poco más a la paciencia. Me dan lo mismo los pares que los impares. Ya no hay tiempo para desanudar los caminos enredados. No me soporto en soledad, no me soporto. Camino por el carril de partida hacia una sala de espera. Esto ya no es más que una zona de embarque. Aunque la vida esté de este lado ya yo no pude ser. No sé muy bien qué hacer conmigo. Hay una guadaña que roza mis pies. No siempre quienes se quedan son los mejores. No me busques; si cuando entres la ventana está abierta de par en par es porque yo ya me habré fundido con la nada»

¿A dónde se han volado los pájaros?

– ¿A dónde se habrán volado todos los pájaros que hace un ratico ocupaban esas jaulas?, preguntó Angustias aparentando mirar la pantalla del televisor, aunque realmente prestaba atención a un anaquel que contenía una colección de jaulas.

Los pájaros, continuó diciendo, todos los pájaros cantores que yo fabriqué con mis propias manos. Los pájaros de barro… los de cerámica… los que amasé mientras cantaba canciones para dormir a mis hijos en sus cunas ¿te acuerdas? Yo solo les bosquejé las alas, pero los han echado a volar ¿Quieres que te regale alguna de las jaulas? No sé por qué hoy están todas libres. Ya no contienen nada. Nada dura para siempre.

– No madre gracias, esas jaulas son mías, estás en mi casa.

– Cómo así, ¿Yo soy tu madre? ¿Cuándo te tuve? Esta no es tu casa. Esta es mi casa.

       Al escucharla me embarga la tristeza. Escudriño en el pasado, suplico que el tiempo arrastre mis pensamientos. La oigo y me hago consciente de cómo su discurso se ha escindido: por una parte, marchan las declaraciones de la mujer que conocí; por la otra desfila el ahora incomprensible y caótico sermón con el que diariamente se expresa. ¿A dónde se habrá ido todo aquello que pensé que no tenía cabida en nuestro intelecto? Todo eso que, a pesar de que el cuerpo aún no se ha convertido en polvo ni en cenizas, ha volado como sus pájaros. Cómo contener la fuerza de este vendaval que empuja la vida hacia el futuro mientras yo quisiera anclarme a la época en la que ella aún estaba dentro de sí, a los segundos previos al momento en que su propio ser se le alejó.  ¿Por qué las manecillas del reloj no se detuvieron un instante antes de que comenzaran a agonizar sus horas, antes de que las páginas de su vida se empezaran a llenar con palabras en blanco? Ahora el pasado se me antoja indecente, debería poder olvidarme de él.  Nada dura para siempre, como dice ella. La miro y pienso que ha perdido el camino de regreso.

       Inicia un paseo frente a los ventanales; se detiene junto a los sofás llenos de cojines. Toma cada uno de ellos y los organiza en una sola línea, de pronto gime buscando algo con la mirada. Se sienta otra vez, pareciera que se concentra en la televisión hasta que, poco a poco, inserta su cabeza en mi hombro y se une a mí como si fuéramos uno solo. Hablamos idiomas extraños. Su cara proyecta ansiedad y un temor inmenso. Cierra los ojos, se lleva las manos a la cara como evitando ver lo que está sucediendo. Repite la misma pregunta que la acompaña desde hace muchos años:

– ¿Tenemos que recibir a toda esa gente? Son muchos, ¿a dónde los acomodaremos? Ahora están aquí. No me gustan los tumultos de gente, tú lo sabes sin embargo lo permites. ¿Por qué lo permites? No quiero que esa gente entre a mi casa. Mira, han comenzado a llegar algunos.

       Descubre sus ojos lentamente, separando su dedo índice del dedo corazón de cada mano y, aunque evita ser vista del todo, deja un espacio suficiente para observar (entre maliciosa e ingenuamente) lo que sucede.

– Esos, dice, esos dos que están sentados en mi sofá ¿Por qué están besándose aquí en mi cuarto?, ¿por qué viene gente que no conozco?, ¿quién los dejó entrar?

       De nuevo se cubre la cara, esta vez con pudor. Me debato entre decirle la verdad o ignorar el comentario, pero si ignoro los comentarios incoherentes terminaré aislándola. No puedo hacerlo, escojo decirle la verdad.

– Madre esa gente no está aquí, esa gente hace parte de una película que se proyecta en el televisor. Por Dios, me digo, ¿hasta cuándo?

       Ella me mira y sonríe. Tiene una boca pequeña, todavía quedan rastros de la mujer hermosa que alguna vez fue. Se peina con las dos manos introduciendo sus dedos entre el cabello corto. Luego con voz muy tenue me mira y dice:

– ¿Por qué ignoras que soy tu esposa? Entiende que no quiero que venga tanta gente a vernos, ¿sabes a dónde se han ido a volar todos los pájaros?  ¿Quieres que te regale una de las jaulas?  Están desocupadas.

       Tomo sus manos entre las mías. Ella escudriña mis dedos y dice:

– Hay que cambiar estos dedos ¿sabes? Estos dedos tuyos son muy duros, hay que tratar de que se aflojen un poco. Este dedo es muy chiquito, me dice acariciando el meñique, este dedo es diferente a los demás. Hay que cambiarlo lo mismo que este otro que está enorme, deforme y señala mi pulgar. No tienes todos los dedos iguales.

       Se le ha roto la cordura, me digo. Equivoca las palabras, se le pierde la mirada, el olvido le anula lo que sería mi recuerdo, si soy solo lo que recuerda y no se acuerda de mí entonces, para ella, yo ya no soy. ¿Cómo saber qué es lo que realmente comprendes?, me pregunto.

– ¿Sabes quién soy yo?, me arriesgo a preguntar.

       No espero la respuesta. Cualquier cosa que diga estará equivocada. Intuyo que cualquier persona con quien me relacione no será la acertada, así que me adelanto a contestar:

– Soy tu hijo. Llevamos seis meses viviendo juntos de nuevo.

       Ha extraviado el camino de regreso, confirmo. Cada día es más difícil, el deterioro se hace más evidente, siento que no tengo más nada para aportarle. La escucho, la acompaño. Ahora, siendo honesto, tengo mucho miedo de verme en ese mismo espejo en un futuro. Veo como las palabras le pasan por el frente y siguen de largo, hace mucho tiempo que no puede alcanzarlas.

– ¿Por qué no vienes a verme?, me pregunta.

– Aquí estoy acompañándote, contesto.

– Y mi papá ¿por qué no ha vuelto? ¿Por qué me habrá dejado sola para ir a morirse? ¿No te dijo nada? ¿No te dijo a dónde se iba, si él quería morirse? Mi papá era médico. No creo que lo sepas. Soy hija de médico, siempre hubo un médico en la casa, ¿por qué no está aquí para auxiliarme?

– Tal vez sí te lo dijo, pero no lo recuerdas. Quizás está más cómodo donde está actualmente, podrías hacerle una oración.

       Me arrepiento de haber utilizado la palabra oración, sé lo que significa mencionarla, pues con solo oírla ella comienza a orar, actúa como esos muñequitos a los que se les da cuerda y no paran de repetir la misma acción. Hoy la ha pronunciado seis veces. Cierra los ojos, junta sus manos con devoción, en posición de rogativa:

– “Oh Dios mío, oh padre mío, fuente de toda sabiduría…”

Sé que no puedo interrumpirla. Esta es una historia de nunca acabar. Tantas veces no sé cómo consolarla cuando viene a su mente la remembranza fugaz de alguno de sus familiares. A mí me destroza el alma cuando habla del abuelo. Era su adoración. Hoy navega entre los recuerdos de cuándo era su hija favorita y los fantasmas en los que se han convertido todos aquellos que ya no la acompañan. ¿Cómo se vive siendo todo lo que se ha olvidado? Por más esfuerzos que hago acompañándola le quedo debiendo tiempo. Es inaplazable su ida a un lugar especializado a donde puedan darle un cuidado integral.

       Suena el citófono. Ella se agobia al escucharlo, intuye que llegará alguien nuevo a la casa. Es tan sensible, se aferra a la cobija que le abriga los pies. La dobla por la mitad, luego en cuartos, después en octavos. La mira feliz de lograr que las esquinas coincidan a centímetro. Desdobla la cobija y repite el proceso: primero por la mitad, luego en cuartos, después en octavos. Me pongo de pie y la ayudo a levantarse.  Ella se queja, dice que le duele, ahora siempre hay algo que le duele.

       Pobrecita, me digo, en tanto que observo la forma en que se dobla por el peso de la vida. Tiene la pijama puesta y los pies cubiertos con unas pantuflas verdes, forradas, calientes. Hay que mantenerla abrigada. Ha perdido tanto peso. Es un manojo de huesitos cubiertos por una piel. Constantemente tiene frío. Camina lento. Dice que necesita ir al baño. Una vez de pie me pregunta hacia dónde vamos. Le recuerdo que ha dicho que quiere ir al baño. Me dice que estoy equivocado y se sienta de nuevo. Insiste otra vez en ir al baño. La pongo de pie nuevamente y cuando me encamino con ella me pregunta hacia dónde vamos.

– ¿Cuándo viene mi papá? ¿Por qué se han volado todos los pájaros? ¿Quieres que te regale una jaula?

       Arrastra los pies, le pesan. Nos dirigimos a la puerta a pesar de que aún no ha sonado el timbre. He pensado en todas las posibles respuestas para cualquier pregunta que pudiera hacerme al momento de salir de la casa. No puedo permitirme flaquear, la decisión está tomada.

– ¿Quién golpea la puerta?, pregunta. ¿Sabes tú quién golpea la puerta?

– No sé, le contesto, mientras pasamos frente al espejo del recibidor. Angustias ve su figura reflejada en el espejo y me pregunta:

– ¿Quién es aquella que está pasando allí enfrente?

       No vale la pena responderle la pregunta, ya no se reconoce. No contesto inicialmente, guardo silencio. Luego, creo que en justicia debo darle una última oportunidad.  Antes de abrir la puerta le tomo las manos, la miro a los ojos y le pregunto:

– ¿Y yo, sabes quién soy yo? Ella sonríe y me contesta lo único para lo cual no estaba preparado: No, no sé quién eres, pero sé que te quiero mucho.

Quince pares de ojos

Hay un instante en las mañanas cuando, entre el duermevela y la vigilia, salgo por un momento de mí misma, navego sin rumbo. Antes de que acabe de clarear el día, vuelvo a introducirme en mi cuerpo. Así puedo vivir fuera de los confines de mi mente.

No sé si hoy volví o me quedé por fuera. Por ahora eso no me importa, solo sé que aquí estoy. Me veo. Apenas despunta el día. En mis manos, el arma asesina. Voy blandiendo una hoja color plata. La barra de la cocina interrumpe mi camino. Me enfrento a los destemplados ojos de una piña, a una colección de ojos que me miran de soslayo, incrédulos, todos al unísono. Sí; todos de una vez, al tiempo. ¿De qué cosas se estará dando cuenta la piña?, me pregunto.

Me avizoran de forma inquietante, contemplándome como lo hacen los ojos de aquellas pinturas que, aunque son retratos, dan la sensación de ser los de un mirón que sigue los pasos de quien lo observa. No es un único ojo, como el de un pirata, el que me sigue; ni son los dos ojos desprevenidos de cualquier persona, con la intención de husmear. Hay por lo menos treinta ojos. Quince pares, por si acaso se quisiera sentir que el número no es tan grande; quince pares de ojos son los que me vigilan. Viene a mí la imagen de un voyeur, aunque de inmediato me inclino mejor por algo que los franceses llaman un flâneur, sedentario en este caso. Una piña apoltronada en su mesón. Espiando como pasa la vida: la mía y la de otros tantos a sus espaldas, a quienes ve con todos esos ojitos situados en su parte trasera. Ahí estaba, extasiada. Posando, al mismo tiempo, una de sus miradas en mí y las otras en cualquier cosa que desfilara a través de la ventana, más allá de la frontera del cristal.

De pronto me hice consciente de una extraña sensación, si es que el miedo se puede catalogar como una sensación extraña. No tengo una explicación, doy una vuelta e intento confirmar si aún sigo fuera de mi cuerpo, si lo que estoy viviendo es mi realidad. Vago un poco por la casa; en el tablero de corcho del estudio, una palabra: resiliencia. En el escritorio: un libro sobre la conducta humana y la posibilidad de deconstruirnos. En mi interior una voz que repetía: ¿en realidad te importa cómo te ven todos esos ojos cuando tú estás segura de que te ves diferente? A mí no me interesa como me vean, me contesto. Estoy segura de lo que pienso de mí, pero comienza a molestarme el tono de desafío que han ido adquiriendo las conversaciones matutinas conmigo misma.

Avanzo hacia el mesón armada de valor. De nuevo todos esos ojos en mi nuca, de nuevo el cuchillo en la mano. Siento como mi sombra me amenaza. La hoja metálica frente a mí no revela mi imagen. La enfrento a la fruta, veo cómo en ella se reflejan los ojos de la piña. Ya no se cuántos ojos son los que me divisan, los que me siguen, porque ahora además de los ojos reales de la piña hay una gran cantidad de ojos reflejados en la lámina de metal. Deshago los pasos. Vuelvo a mi cuerpo. Me levanto, aprieto el mango del cuchillo grande, el de hoja muy ancha. Me abalanzo sobre la piña arrancándole la corteza poco a poco.

Tomo con cuidado los pedazos de la piel. Los coloco volteados sobre papel de cocina, de forma que los ojos queden hacia abajo, para que no me escudriñen. No sé qué hacer con ellos.  Me encamino hacia el comedor absorta en pensamientos absurdos, segura de que me he desecho del problema hasta que descubro que, dentro de un frutero ubicado sobre la mesa de centro, hay otra piña apoltronada acechándome con la misma mirada inquisidora; llena de ojitos que me miran de soslayo, incrédulos, todos al unísono. Sí; todos de una vez, al tiempo.

Mismidad

      Durante este último año he podido plasmar, en 54 fragmentos, una pequeña parte de lo que he encontrado al asomarme a mi interior. En medio de la mudez he descubierto historias que allí, tenían vida propia. De no haberlas concretado por escrito quizás habrían pasado desapercibidas o se hubieran disuelto en la nada.

       Generalmente observo la vida desde mi intimidad hacia afuera, pero en el último año he estado empeñada en observar un poco más desde mi exterior hacia adentro: buceando en el fondo, buscando mi propia mismidad, esa que siempre está ahí esperando a que la encuentre, solo que en algunas ocasiones se camufla con el rumor externo por lo que no me es posible ubicarla. En los últimos meses me he entrenado en perseguirla, en escuchar las voces que me permiten darle sonido a imágenes, ponerle orden a pensamientos y hacer que los clamores internos afloren como fragmentos, lo cual posibilita que los personajes e historias que estaban atrapadas en mi interior sean colocados en tierra de nadie, o en tierra de todos, ubicándose en escenarios no pensados. Es así, en conjunto, como surgen los textos que he compartido con quienes leen este blog.

     En el proceso de querer materializar esas voces interiores, surge una paradoja: al igual que mi voz otra mismidad se hace presente, la de la identidad personal de cada uno de los protagonistas. Rivalizamos, surge un contrapunteo, me interpelan, hay un continuo cuestionamiento sobre si lo que debo revelar es aquello que veo, escucho y se hace presente dentro de mí o sobre aquello que imagino que ven y escuchan los personajes de las historias. Esto me ha situado en medio de un constante juego de espejos: una parte del yo, quiere exponerse; mientras emerge otra parte que prefiere no hacerse pública. La dificultad estriba en encontrar lo que es válido decir. Fragmentos de mismidad ha sido el espacio donde mi mismidad y la de los personajes dialogan todos los domingos desde hace un año, convirtiéndose en el territorio donde adquieren sonido mis murmullos y se apropian de sentido mis interlocutores.

     A partir del mes de noviembre introduciré otro tipo de textos en el blog, mientras construyo nuevas historias disminuirá la frecuencia de publicación. Estaré subiendo contenido solamente el último domingo de cada mes. Agradezco a quienes han encontrado en la lectura dominical un espacio que los convoca, de forma especial a aquellos que con su retroalimentación nos alientan a quienes encontramos en la escritura un espacio para exteriorizar nuestra fantasía.

Oquedad

Ayer se fue
tomó sus cosas y se puso a navegar.
Una camisa, un pantalón vaquero
y una canción
¿Dónde irá? ¿Dónde irá? […]

y se marchó
y a su barco le llamó, libertad
y en el cielo descubrió gaviotas
y pintó estelas en el mar

José Luis Perales, “Un velero llamado libertad”

Parece que te hubieras esforzado en dejar huella en todos los postigos, en los cerrojos de las ventanas pequeñas, en los pasadores de las grandes, en las aldabas de los portones, en los picaportes de las puertas, en todo lo que hubieras tocado pero también, maldita sea, en todo lo que solo hubieras querido tocar. El morral del colegio todavía huele a ti, tanto como los patines y los juguetes. Tu aroma está en los borradores, siempre sucios, mal limpiados, llenos de grafito que se desborda en los papeles, en las hojas manchadas de desorden. Huelen a ti: los lápices, con los que no alcanzaste a delinear la casa, el tren -con su vagón desportillado- y los animales, que veías hasta con los ojos cerrados. Nos dibujaste peces voladores, que para ti saltaban dentro del lavamanos. Hasta tu amigo invisible tenía tu aroma, recuerdo que te escuché hablar con él tantas veces. No lo conocí, pero estoy segura de que ahora ronda por aquí. Igualmente huelen a ti los cordones, nunca puestos en los zapatos, los cordones con los que tirabas del pequeño camión por las mañanas, a veces por las noches, pero siempre, siempre, siempre, por las tardes.

Quise decirte que no iba a extrañarte. No te habías ido y ya mi relación, entre mí misma y mis sentimientos, estaba partida, rota, descompuesta. Duele sí, pero tenías que irte, no creas que no lo sé. No pueden amarrarse los sueños, como hicimos tantas veces con las cometas, ni siquiera con el mágico cordón de tus zapatos. Tus sueños estaban en otro lugar y debías irte con ellos y yo, maldigo de nuevo, debía conformarme con lo que quedara, con aquella palabra que dijiste bajito y que se repite un sinnúmero de veces para que me habitúe a oírla cuando ya no estés, cuando ya no suene; conformarme con tus ojos cerrados de ayer para que me acostumbrara a vivir sin ellos cuando te fueras.

Me alimento de nostalgias: del rin-rin corre-corre, de las piedras en el lago jugando a pan y quesito, de la imagen de las pequeñas iguanas en tus bolsillos para ser salvadas de los depredadores, de los patos nadando en el lavadero, del pájaro de raza extraña al que tuvimos como paciente de un ortopedista, y al que le hacíamos terapia diaria.

Hay una oquedad infinita en mi ser. A veces pienso que es tan grande que yo no la contengo. Ella me contiene. No es la oquedad en el centro de mi pecho, sino que soy yo quien está contenida en la oquedad del universo inmenso y el dolor de la ausencia es otro parto sin el premio de tu carita y de tus ojos.

Desprenderse, soltar, sentir el dolor de no tenerte, aprender a vivir con la ausencia que se intenta colmar con un recuerdo, con la ilusión de poder pisar tu sombra cuando vas partiendo y la luz de la calle convierte tu figura en una silueta oscura, alargada, que no tiene tu ser pero que se te parece; correr a escondidas cuando te estás yendo, alcanzar la sombra que me hace creer que toco parte de ti. Ser feliz contigo, aunque te sepa en la lejanía. Aprender a vivir con la seguridad de que te parí para el mundo y que en el mundo habitas.

¿Cómo se llena este vacío y se sale del destierro al que nos condenamos nosotros, por voluntad propia, sin habernos movido de nuestra casa?, ¿cómo se entiende que el destierro sea nuestro cuando es otro el que se va, pero se va feliz porque no se siente desterrado, porque siente que marcha a encontrarse con un futuro que para él si existe y no es solo un mañana soñado? ¿Cómo se vive cuando te desvaneces en el aire camino a hacerte cargo de tu vida, seguro de que hay una forma de construir un nido, lejos del nido en el que has crecido, cuando estás seguro de que irte es la única oportunidad para ser uno contigo?

Las horas caminan, como mi mente camina contigo, solo que percibo que se mueven lento cuando yo quisiera que anden; jamás aceptaría que el remedio para mitigar el dolor de la ausencia sea amar menos. Vamos juntos, pensé. Aunque tu presencia no esté conmigo el hilo no se rompe. Vamos por la misma senda, aunque tú todavía vas de ida y yo, en cambio, ya ando de venida.